Hace pocos días sufrí una leve quemadura en la muñeca
de mi mano izquierda, mientras sacaba un molde con la cena del horno caliente.
Fue un accidente que pude haber prevenido usando unos guantes que tengo para
este fin.
Las quemaduras, por pequeñas que sean, son muy
dolorosas y requieren un cuidado para sanar. Pero aparte del dolor, mi
preocupación vino a ser la cicatriz. Usé por varios días vendas de las que
llamamos “curitas” para cubrir la herida, no tanto por no lastimarme más sino
por lo estético. Sin embargo, noté que mientras más tiempo la cubría, más
tardaba en sanar.
Mientras me
apenaba por la visibilidad de mi cicatriz, pensé en el contraste con las marcas
en la piel (tatuajes) que hoy tantas personas eligen hacerse, exhiben y
ostentan con orgullo. ¿Qué hace diferencia cuando se trata de una cicatriz?
Reflexioné que puedo aceptar las cicatrices que no elegí
tener. Aún más, que puedo tener alguna responsabilidad por haberlas sufrido,
pero agradecer las lecciones que la experiencia me haya dictado con ellas. Tal
vez la herida se vea fea y evidencia que hay una historia que contar en torno a
ella. Pero si ocultarla prolonga la sanidad, es mejor asumirla y esperar que el
tiempo haga su parte. Tal vez pronto no quedará evidencia de ella, y si queda
no será motivo de ansiedad ni preocupación.
Reflexioné también, que hay cicatrices del espíritu
que creemos que no se ven, porque la vendas con las que las cubrimos gritan que
algo anda mal.
Podemos maquillar las heridas con cortesía básica, con
sonrisas fingidas, con discursos políticamente correctos.
Podemos cubrir las heridas con silencios que deberían
llenarse de palabras asertivas para superar traumas y conflictos.
Podemos cubrir las heridas con silencios que debemos
romper, y en su lugar elevar oraciones de confesión y pensamientos de
determinación a cambiar, sanar y restaurar. Y que la misma sea visible, será
parte del proceso, hasta que no duela y ni avergüence la cicatriz.
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