El año va por la mitad. Los días son agitados, sin embargo a veces no nos dejamos llevar de su ritmo. Hay una mañana en que nos levantamos apáticos, lentos, reflexivos, un poco renuentes a obedecer al implacable reloj.
¿Qué hacer? ¿Obligarnos a retomar el curso de nuestros deberes, ocupándonos de las tareas de la agenda, o dejar todo a un lago y seguir el desgano que invade nuestro cuerpo?
Alguna que otra vez me he obligado a retomar las acciones, para sorprenderme otra vez, minutos después, en el penoso letargo, y es entonces cuando me convenzo de que es un estado difícil de combatir, que para superarlo es mejor rendirse a él sin ansiedad. Puede ser un proceso químico, puede ser una señal de fatiga, puede ser un momento depresivo o simplemente un arrebato del impulso mediante el cual Dios nos insiste en que nos detengamos y esperamos a que el cuerpo mismo dicte que estamos en condiciones de movilizarnos y actuar.
Vale entonces, en el buen sentido de la expresión, obedecer nuestro cuerpo dándole algo de tiempo para reaccionar. Claro, tomando en cuenta los factores relacionados, de si podemos disponer de ese tiempo sin mayores consecuencias.
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