La pequeña y su madre se acercan al
mueble en que yo permanecía sentada en el aeropuerto de Amsterdam, cerca de la
puerta de abordar. Las recibí con mi
mejor sonrisa y ambas correspondieron a ella. La niña lucía cansada y
prácticamente se acostó a mi lado mientras la madre la regañaba como queriendo llevársela
a otro lado. Finalmente la mujer cedió a dejarla a mi lado y se alejó camino de
los baños.
Resultó ser una chica curiosa, con un idioma ingles perfecto para mis oídos. Ciertamente me
abordó con una pregunta tras otra: que
soy de Kenya, que si voy para mi casa, que en qué trabajo, que cuanto tiempo estaré… y de pronto, me lanza una pregunta inusual ¿Eres
feliz? Me sorprendió, pero enseguida respondí “Por supuesto que sí” y encontré la
oportunidad perfecta para hurgar en aquel corazoncito. Me detuve a mirarla
directamente a su cara y devolví la pregunta: ¿qué hay de ti, eres feliz? Y algo
inexplicable sucedió: su gesto con la
cabeza empezó a significar un NO, pero en una leve milésima de segundo su boca
se abrió y sus labios dijeron “Yes” y luego se alzó de hombros ligeramente.
Seguimos conversando, es hija única,
vive en Estados Unidos pero es Keniana de origen. En eso regresa su madre, con
la misma actitud de reproche con que la dejó minutos antes. A seguidas la toma del brazo y se la lleva. Mientras se
alejan, la niña voltea a mirarme otra vez y me sonríe. Nos sentimos amigas. Creo
que la conexión que hubo fue un intercambio de atención que ambas necesitábamos.
La estampa de la madre e hija no
deja de ser particular, van uniformadas, con el mismo diseño y en el mismo
color. Están escondidas debajo de esos vestidos largos y oscuros (burkas) que
en la sociedad occidental las marcan, las aprisionan, las aíslan. Quisiera
creer que esa chica es realmente feliz. Quisiera creerlo. Y yo ¿fui sincera? ¿Soy realmente feliz? Si, lo
soy, pero podría serlo un poco más.
Gthompson, 10 Sept
2012.
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