Estoy leyendo hoy la Biblia en 2 Reyes 4:8-6:23. Es la historia
de una mujer que, siendo hospitalaria con un misionero, profeta, hombre de Dios
(Eliseo) éste le anuncia como recompensa divina a sus gentilezas, que será
favorecida por Dios con un hijo. Efectivamente, el niño viene al mundo un año
más tarde. Va creciendo normal, hasta un fatídico día en que grita por dolores
de cabeza y en corto tiempo, muere en los brazos de su madre. Esta acuesta al
niño en la misma alcoba que había construido y destinado para hospedar al
profeta y emprende camino para localizarlo.
Cuando la mujer sunamita
llegó angustiada y se aferró a los pies del profeta, éste fue incapaz de
descifrar qué la estaba afectando. A pesar de su cercanía con Dios, y de todos
los milagros que ya había hecho con aquella doble porción del Espíritu que
tenía Eliseo, la mujer tuvo que verbalizar que estaba allí por causa del único
hijo que tenía, fruto de una milagrosa promesa de Dios. De ese hijo, ella no lo
había pedido aunque obviamente lo anhelaba. Muchos menos podía entender porque
habría de perderlo. La angustia de una madre ante la enfermedad de un hijo, más
aun es un hijo único, es indescriptible. Necesita apoyo moral, espiritual, y
hasta material.
Tantas veces he sido como
Eliseo, inconsciente y ajena del sufrir del otro. No siempre es por
indiferencia, pero a veces, puede ser egoísmo que no seamos capaces de ver los
problemas ajenos con la dimensión que vemos los propios. En este día oremos que Dios nos permita ser
más conscientes del dolor y sufrimiento del prójimo, que nuestro mundo deje de
girar un poco menos alrededor de nosotros mismos, y podamos interceder y tender
la mano a otros que sufren.
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