Es
muy difícil compartir los secretos de nuestros corazones con otros. Podemos
mantener ocultas nuestras flaquezas, nuestras vergüenzas y nuestros pecados por
mucho tiempo.
Tememos que otros nos juzguen
o rechacen si conocieran nuestras debilidades. Nos avergonzaríamos si fueran
expuestas las áreas grises/oscuras de nuestras vidas. Por eso, los miedos,
remordimientos y ansiedades que causa el pecado oculto puede gravitar en nuestra
mente y corazón, impidiéndonos la plenitud de gozo y paz que disfruta un alma
perdonada.
A
veces tenemos cargas en nuestros corazones, y en la medida que crece nuestra
confianza y cercanía con alguna persona, sentimos el impulso de abrirle completamente
el corazón. Pero dudamos de hacerlo porque esto nos haría vulnerables ante esa
persona, además de que tememos que su reacción pueda ser contraria y que, en vez
de apoyarnos, se decepcione y se aleje. Aun si la persona simpatizara con
nosotros ¿Podría ayudarnos a librarnos de esas cargas?
Dios
dice que si confesamos nuestros pecados (a él) él es fiel y justo para perdonar
nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad. La confesión a Dios no se trata de dejarle saber nuestra íntima
condición, porque nada está oculto a
nuestro Padre. El pecado no confesado abre una brecha entre nosotros y el Dios
que nos perdonaría y nos daría el poder de triunfar sobre él. Dios es la
persona idónea a quien podemos confesar nuestros pecados. Podemos, en oración,
expresarle nuestros temores y culpas mientras le pedimos
que nos perdone cada cosa que entendemos le ofende, sean estas visibles o no visibles a los demás.
El perdón de Dios sana y liberta.