El mundo está lleno de calamidad.
Los medios cada día nos abruman con noticias de situaciones devastadoras. Frecuentemente
las imágenes y la dramática forma de reportar los eventos apelan a nuestros
sentimientos. Nos afectamos emocionalmente y experimentamos la sensación de
impotencia porque muchos de esos sucesos están tan lejos de nosotros, que solo
podemos lamentar que acontezcan.
Pero a veces la desgracia está en
mis narices, y como quiera mi accionar es el mismo: Esta vez está tan cerca que
tal vez puedo intervenir, pero me quedo como testigo pasivo que lamenta la
situación. A eso es a lo que llamo
lástima: Ver, apenarse, y seguir, con la buena actitud de que a alguien
más le tocará resolver. Siento lástima. Pero
no intervengo, porque hacerlo puede tener sus consecuencias. No quiero pagar el
precio de involucrarme.
Me consuelo pensando que solo podemos orar que Dios
intervenga, tenga misericordia, permita soluciones y provea recursos para ese prójimo.
Orar es por supuesto, un gran apoyo que podemos dar, pero a veces ni eso damos.
Me cruza por la mente la parábola del Samaritano (Lucas 10:25-37). Me cruza por
la mente la exhortación de Santiago: tu fe sin obras es muerta si solo vas a
decirle al necesitado que siga, que se caliente y se sacie sin extenderle la
mano. (Santiago 2:15-17). Pero las realidades son tan abrumadoras y abundantes
que también me digo: No eres la madre Teresa, ni nada parecido.
Y persiste la lástima y la carga
emocional se convierte en sentimiento de culpa. A eso llamo remordimiento.
Esta batalla, entre la lástima y la
compasión, entre el remordimiento y el arrepentimiento, la he tenido que librar
incontables veces.
La liberación viene cuando doy un
paso de obediencia, pido perdón por mi falta de amor y pido a Dios de su gracia
para ayudar. A eso llamo arrepentimiento. Entonces me atrevo a transformar la lástima en
compasión
y me convierto en la respuesta de Dios a
la necesidad que me ha puesto en frente. Entre tanto quehacer, Su Espíritu me
guiará a discernir cuando y a quien me corresponde servir. Soy su mensajera, soy su herramienta. El necesitado
recibe la ayuda que precisa y yo encuentro el gozo de ser instrumento del Padre
celestial.
Oh querida hermana!, cuán profundamente me haces indagar en mi corazón y conciencia, mis actos y sentimientos. Hoy vi a una muchachas indigente, entre la suciedad de su rostro no se podía ocultar su juventud y belleza. Se me cruzó mientras regresaba de mi trabajo, Tenté acercarme a ella, pero la gente a mi rededor tal vez podía pensar que era un malintencionado lascivo, y confieso que me obligué a no acercarme, por miedo a los demás. Sólo pude orar, pero eso no basta. Confieso que prefiero hacer en vez de hablar, Dios no nos ama de palabras sino de hechos, y es nuestra responsabilidad hacer en vez de hablar tanto y tan vaciamente. Gracias de nuevo a Dios por tus sabias reflexiones querida hermana, Dios siempre ha de bendecir tu vida y la de los tuyos, en nombre de Jesucristo nuestro amado Salvador, Amén.
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