"Cuando el hacha entró en el bosque, los árboles susurraron: ‘El mango es uno de los nuestros’." Así ocurre con la traición: no viene de afuera, sino de alguien que forma parte de nuestra vida, alguien en quien confiamos. Esa herida es más profunda porque la produce una mano conocida.
En
la Escritura encontramos este dolor reflejado en Judas, que no era un extraño
ni un enemigo declarado, sino uno de los discípulos más cercanos al Señor.
Caminó con Él, escuchó su voz, compartió la mesa y, aun así, lo entregó con un
beso. Aquello que debía ser un gesto de afecto se convirtió en señal de
traición. Jesús ya lo había anticipado al recordar las palabras del salmista:
“El que come pan conmigo levantó contra mí su calcañar”.
Sin
embargo, lo más sorprendente no es la traición en sí, sino la manera en que
Jesús la enfrentó. No se dejó paralizar por la amargura, ni detuvo su misión
por causa del dolor. Incluso en el momento decisivo, se dirigió a Judas
llamándole “amigo”. Con ello nos muestra que el veneno de la traición no debe
gobernar nuestro corazón.
Todos, en algún momento, podemos sentir el golpe del hacha cuyo mango es de nuestra propia madera. Pero la enseñanza de Cristo es que ese dolor no tiene la última palabra. La traición puede herirnos, pero no puede apartarnos del propósito de Dios si confiamos en Él. El camino no es guardar rencor, sino poner la herida en las manos del Señor, seguir adelante y permitir que Su gracia transforme aquello que parecía una pérdida en parte de Su plan redentor.

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