Pensamientos en el umbral de año nuevo
En la transición hacia un nuevo año vuelve a ocuparme
un tema antiguo y persistente: el aburrimiento. Esa condición en la que muchos
caen apenas se extingue la acción, la ocupación o el entretenimiento. Pareciera
que hemos llegado a creer que nuestros sentidos no necesitan reposo y que deben
permanecer siempre sometidos a una estimulación constante, cada vez más
intensa.
En mi caso, pocas veces
he llegado a ese estado. Hace tiempo me inscribí en la escuela de quienes
buscan, aman y disfrutan la quietud, el silencio, la contemplación y la grata
compañía de sí mismos.
Por eso me reconozco en
las palabras de Pascal, cuando afirma que gran parte de la desdicha humana nace
de no saber permanecer en silencio y a solas, y de preferir la prisa y la bulla
antes que el ejercicio honesto de pensar.
También me cuento entre
quienes, especialmente al final del año, se detienen en un proceso íntimo de
autoevaluación. No se trata de torturarse, sino de escuchar con atención las
preguntas que verdaderamente importan:
¿Quién soy y qué valoro?
¿Qué me apasiona hoy?
¿Qué dones me ha dado Dios y cómo los estoy ejerciendo?
¿Qué pasos necesito dar ahora para que mi futuro sea mejor que mi pasado?
¿Cómo quiero que me recuerden?
Aunque algunas
respuestas tardan en llegar, este examen de conciencia culmina en un clamor al
Altísimo, pidiéndole luz y dirección:
“Examíname, oh Dios, y sondea mi corazón;
ponme a prueba y sondea mis pensamientos.
Fíjate si voy por mal camino
y guíame por el camino eterno.”
Salmo
139:23–24

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