No recuerdo haber sido tan egoísta con ninguna otra cosa como lo era con mis libros. Atesoraba el diccionario que me regaló mi padre hace 40 años,(claro, este tiene un valor emocional), acumulé Biblias de distintas versiones que compraba o me obsequiaban, y hasta compraba por impulso libros que luego quedaban meses esperando a ser leídos.
Temía
prestarlos y que no me los devolvieran. Guardaba en mi mente con claridad a
quién y cuándo le había prestado alguno… y casi no perdonaba si no lo
recuperaba.
Pero todo
cambió cuando tuve que mudarme a otro país. Mientras reducía mi equipaje a lo
esencial, tuve que resignarme a donar aquel “tesoro” acumulado. Fue doloroso,
pero también liberador.
En esta nueva
etapa, cuando tengo la oportunidad de comprar libros usados a precios
reducidos, aprendí a valorar la generosidad de quienes los donaron antes. Me
digo: a menos que se trate de libros de consulta a los que uno necesita
regresar, ¿por qué no pasarlos a otros, para que ellos también reciban el
beneficio que yo ya recibí?
Aprendí que los libros,
como muchas otras cosas, no están para ser guardados celosamente sin propósito. De hecho, las trazas ya habían afectado algunos de mis libros con el
paso del tiempo. Comprendí que
lo que Dios nos da —sea tiempo, recursos o conocimiento— no es para acumularlo,
sino para compartirlo. Porque la verdadera riqueza no está en lo que guardamos
para nosotros, sino en lo que entregamos a otros.
“No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el óxido destruyen, y donde ladrones entran y hurtan” Mateo 6:19