La humillación
es una de las experiencias más difíciles de soportar. Nos expone, hiere nuestro
orgullo y despierta sentimientos de enojo o impotencia. Sin embargo,
estos momentos también pueden convertirse en oportunidades profundas para crecer
en fortaleza interior.
El primer paso
es reconocer lo que sentimos. No negarlo ni disfrazarlo. Decirnos con
honestidad: “Me dolió lo que pasó”, nos permite procesar el malestar sin quedar
atrapados en él. La tolerancia a la frustración no consiste en endurecer el
corazón, sino en aprender a respirar dentro del dolor sin dejar que nos
gobierne.
Luego, viene
la aceptación. No significa justificar lo ocurrido, sino aceptar que
sucedió. Resistirnos a la realidad solo amplía la herida. Aceptar nos libera
para mirar hacia adelante y decidir cómo responder con sabiduría.
Podemos
entonces reformular lo sucedido: preguntarnos qué podemos aprender, qué
valor propio se sintió amenazado o si acaso estamos tomando lo ocurrido de
forma demasiado personal. Este cambio de mirada reduce el peso emocional y abre
paso a la paz.
También es
importante reforzar nuestra identidad. El valor personal no depende de
la opinión ajena ni del trato recibido. Recordar quiénes somos ante Dios nos
devuelve equilibrio: “Soy amado, aunque haya sido malentendido; tengo dignidad,
aunque otros no la reconozcan.”
La tolerancia
se fortalece con pequeñas prácticas diarias: esperar sin queja, aceptar
errores, responder con calma ante una crítica. Así se entrena el alma.
Y finalmente, el
perdón. Cristo fue humillado y no respondió con ira. Perdonar no borra el
dolor, pero nos libra de quedarnos prisioneros en él. La verdadera fortaleza
nace cuando respondemos al agravio con serenidad y dejamos que Dios sane lo que
la humillación tocó.
