Los recuerdos son vagos, muy vagos y distantes. A veces me asaltan como si un relámpago iluminara el pasado y quisiera transportarme hasta allá. Tendría seis, tal vez siete años. Vivía en casa de la abuela Tatica. Su marido, el marino mercante Simón López (Pucho), no era mala persona, pero tampoco le recuerdo alguna virtud. Sí recuerdo su tambaleante estampa cuando, impregnado de alcohol, hablaba incoherencias recostado de una de las tres puertas del frente de la casa, hecha de tablas de madera y techada de zinc.
Al lado de la casa estaba ese callejón maloliente que servía como criadero de patos y que parecía más bien una pocilga de cerdos. Un solar baldío, en el que a veces crecían hierbas que superaban mi estatura, nos separaba de una casa que para mí era casi de ensueño. Anhelaba siempre que la amiguita me abriera la puerta, porque allí veía juguetes extraordinarios. ¡Una casa Barbie con todos los accesorios, muñecas, muebles y todo! Jamás llegué a tener algo así.
Dormía en aquel antiguo modelo de cama, sobre un colchón de "guata" poco confortable En la oscuridad de la noche, mi imaginación vagaba y construía historias únicas en las que siempre fui feliz. Pero me despertaba el estridente chirrido de los grillos. Mientras esperaba impaciente que se callaran, mis ojos se fijaban en la claridad que penetraba por alguna que otra rendija de paredes. Nunca tuve miedo.
A la mañana, el desayuno era pan con aquella leche que odio hasta el día de hoy. La vendían en bidones de aluminio en una camioneta que pasaba antes de las 7 de la mañana. Abuela solía ponerle café y un poco de azúcar y me obligaba a tomarla en aquel jarrito de aluminio, antes de ir a la escuela.
Abuela Tatica siempre fue excelente cocinera, pero yo odiaba también el moro de habichuelas, que nadie lograba hacerme comer, excepto aquella extraña cuyo nombre creo que era Mariza; también creo que era hija de Pucho. Con algún don especial era capaz de hacer el tierno gesto de tomar la cuchara y llevar a mi boca una porción de aquel plato. Su trato angelical me hipnotizaba, solo así lo puedo explicar, pues me comía todo.
Casi al frente vivía la modista, Doña Monza, que hacía mis vestidos y los de mi hermana Marina. Me asustaba la doña, porque tenía un ojo brotado, como retorcido que le daba un aspecto algo grotesco. Pero los vestidos quedaban lindos. ¡Nada como presumir un vestido nuevo!.
Otro recuerdo vago, que no he podido asegurarme de si fue real o un sueño, es el de una pequeña pelota de goma que obtuve de forma un tanto inverosímil. Caminaba por una de las calles del barrio, desde la casa de tía margarita y Tito, hacia la de abuela. En el trayecto, alguien arrojó aquella pelota desde el interior de una casa, y mis manos la detuvieron. Se fue conmigo. No sé por qué significaba tanto para mí, ni cuánto tiempo la tuve, pero mi alma se fue tras ella cuando la perdí. Por meses, mi calle estuvo rota a la mitad a todo lo largo, con una enorme zanja a la que empezaron a insertar enormes tubos de asbesto, que fueron empalmando dentro de la zanja, creo que se trataba de alcantarillados. Habíamos improvisado puentes con pedazos de tablas para cruzar frente a cada casa.
Aquel día la pelota objeto de mi devoción se escapó de mis manos y cayó dentro de la zanja. La vi rodar y perderse. Lloré a cantaros y rogué que me dejaran descender entre aquellos tubos para buscarla, pero no era posible, mi cuerpo era diminuto ante la dimensión de aquel abismo. Ningún adulto me auxilió, indiferentes al traumático impacto que me afectaba.
Ambas escenas, la primera de la pelota llegando hasta mí, y aquella última, viéndola alejarse, siempre regresan a mi mente en oleadas de nostalgia.