En noviembre fui a la librería y puse en mi cesta de compras
un ejemplar de la más reciente obra publicada de Emilia Pereyra. Me motivé a comprar
“El grito de tambor”, primero porque me gusta leer historia dominicana, segundo
porque me gusta leer escritores dominicanos, y tercero porque aun no distingo
si es lo mismo o no una “novela histórica” que una “historia novelada”.
Leí la obra entre el día de Nochebuena y el de navidad bajo
el techo de mi hogar materno. En varias ocasiones leí segmentos en voz alta
teniendo como oyentes a mi sobrina adolescente y a mi hermana menor. La gracia
de la lectura estaba en la frecuencia de los adjetivos rebuscados que la escritora
hilvana, y que hacíamos el ejercicio de traducir “Del español al español” con
palabras más llanas y populares. Nos
quedamos preguntándonos si acaso la idea de una narración cargada de
histrionismo sea, precisamente, adaptarla para teatro.
Mi única contrariedad es la interacción de los invasores con
los residentes de esta isla, ya que la barrera del idioma se deja manifiesta en
algunos diálogos y en otros parece pasarse por alto. Sin embargo, valió mucho
la pena transportarme en el tiempo y ser testigo silente entre los muros de la
catedral, contemplar el rio desde el alcázar
y hacer guardia junto al soldado de la armadura oxidada en el frontispicio del hoy llamado Museo de las Casas Reales, que
siempre vuelvo visitar con el mismo entusiasmo.