Es una pena, que un alma llegue a estar tan
desesperada que intente acabar con su vida antes de que esta comience. Así
actuó hace algunas semanas una jovencita de 17 años, lanzándose desde un paso a
desnivel en una transitada vía de la ciudad.
Es una pena, que como alud a partir de ese fatídico
hecho, se ha desencadenado una alarmante ola de suicidios en mi país.
Es una pena, que hoy se tiña en
sangre de nuevo el panorama con el más reciente suicidio de un joven político, quien, en una secuencia de eventos al parecer sacados de una obra de ficción, escribe
una impecable nota explicando por qué hace lo que hace, manifestando su última
voluntad y prácticamente, estableciendo su legado material.
No tengo idea, de si estas personas habrán hecho algún
ejercicio de la devastación que causan a quienes le sobreviven. Antes de actuar
se habrán preguntado: Cuando ya no esté físicamente entre los que amo y entre
los que me odian, ¿Cómo me recordarán mis seres queridos? ¿Esos recuerdos les serán gratos y
útiles? ¿Sentirán que perdieron un
amigo, o que enterraron un obstáculo en su vida? ¿Cuándo repasen sus años junto
a mí serán más los momentos gratos y positivos, o sobresaldrán las heridas y
los insultos? Cuándo ya no esté ¿podrá mi ejemplo ser algo digno de imitar? No, mi conclusión es que se evade pensar.
Se decide escapar, desaparecer y considerar que, con el tiempo se olvidará
todo, los medios se enfocarán en alguna otra cosa, y como dicen, la vida seguirá su agitado
curso.
Y no sé, tal vez el suicida se lleve consigo la
satisfacción de dejar alguno que otro con un sentimiento de culpa, pensando si
pudieron hacer algo para evitar este desenlace.
Es como infringirles un reproche constante aún después de
muertos. Es difícil la situación de los que reciben este legado de
perturbación y ese poderoso mensaje de cómo no enfrentarse a la vida, sino huir
de ella.
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