Foto por Georgina Thompson. Vitrina de una tienda de ropa religiosa en Ciudad del Cabo, Sudáfrica (2010)
Mateo
Alemán, en su novela “Guzmán de Alfarache” es el autor de la célebre cita “El
Hábito no hace al monje”. Su uso, con el tiempo aplica al principio de que no debemos juzgar a las personas por su apariencia.
Sin
embargo, el poder de la apariencia física asociada a un rol tiene un poder psicológico,
sociológico, de soporte a la esencia del portador: El uniforme de un piloto,
debe dar la sensación de seguridad a los pasajeros de un vuelo, el atuendo del
doctor, vende esperanza de salud al paciente, el uniforme del policía, le
atribuye una autoridad que debe ser acatada en ciertos contextos. He visto como
un cuello clerical abre muchas puertas vedadas a otros. El hábito del sacerdote, simboliza espiritualidad
y, sin duda, condiciona la actitud de aquellos con quienes interactúa.
En
un desafortunado evento ocurrido recientemente en mi país, un joven involucrado en acciones delictivas, luego
de herir de bala a dos personas, penetra
a tempranas horas de la mañana en un hogar que se encuentra en su desesperada
ruta de escape. Allí toma como rehenes a una madre y su bebé. Por horas la
comunidad, la policía y la prensa intentan negociar con el individuo procurando
rescatar con vida a los rehenes. El secuestrador armado insiste en no
entregarse, ya que no confiaba que su vida e integridad física serían
preservadas. Finalmente solicita la presencia de un sacerdote, quien, dicen los
negociadores, ya viene en camino.
El
Sacerdote y una valiente periodista son aceptados a ingresar a la casa por el
secuestrador, también el padre de la mujer secuestrada. La dinámica entonces fluctúa
entre declaraciones del secuestrador y rogativas de los presentes de que
entregue el arma, de que suelte al bebe, de que salga acompañado del religioso o de la periodista…
En todo momento su discurso es el de una persona atormentada, que pregunta a
los presentes si toma su propia vida, a lo que le insisten que no. Manifiesta
su miedo a entregarse porque ha estado preso antes y eso ha implicado recibir
maltrato. Hay un punto en que pide al sacerdote orar. Levemente se descuida y
una ráfaga de fuego sacude la transmisión y ahí concluye nuestra oportunidad de
ser testigos de lo ocurrido.
A
su salida, el "sacerdote" resulta ser un oficial de policía disfrazado. Los
presentes aplauden la acción y los colegas validan el “buen trabajo”. Para unos
el policía es el héroe, para otros el villano criminal usurpador de un rol
sagrado.
A raíz
del desenlace, las reacciones brotan como de un volcán en erupción. Siempre es
más inteligente el que analiza y dicta cómo debió actuarse sin estar en los
zapatos del que actúa y en el calor del momento ante un ser acorralado,
mentalmente atormentado e impredecible
en su accionar. Nadie al parecer, incluyéndome,
puede opinar sin algún sesgo, sin alguna subjetividad. En mi caso, pienso que
si se prolongaba la situación el desenlace pudo hacer sido aún más lamentable.
Pienso en casos previos de nuestro contexto local, en que las victimas del secuestro o los
oficiales actuantes fueron quienes perdieron la vida en la operación.
Por
otro lado, la indignación que manifiestan los legítimos dueños del hábito
sacerdotal, suena en mis oídos como un reclamo farisaico, en donde lo que
importa es la apariencia y no la integridad física de los inocentes
involucrados.
Cuando
un oficial falta, su baja deshonrosa incluye un público evento en que se le
despoja del uniforme. Pero este acto no aplica para el hábito. Para reclamar la
sublimidad del hábito hay que respaldarlo con el fundamento moral y ético. El
respeto no se pide, se gana.
En
casos como este todos perdemos, pero quienes más son los miembros de esa
familia que requerirán tiempo para recuperarse del trauma. Hay las circunstancias en las que hay que dar
por perdidas algunas cosas. Aquí quedó un precedente, pues de volver a ocurrir algo similar, no se
confiará en nadie para mediar. Y las fuerzas del orden, también cuestionadas en
su contexto, tendrán que acogerse a sus propios recursos y a su tesis de que
hay circunstancias en las que no se negocia, se actúa.
Cuando
el hábito se usa como disfraz, se puede tener apariencia de piedad, pero los
hechos negarán la eficacia de ella[i]. Es
la incoherencia nuestra de cada día.