El viento fluye con libertad a
través de los amplios ventanales adornados con cortinas rústicas de diseño
artesanal. Desde esta elevada colina, la panorámica es cautivante, con el borde
verde de la costa demarcado por las curvas espumosas de las olas que trae el
inmenso océano. De algún lugar en
aquella sala brota el sonido de un clásico en que se destacan los sonidos de un
violín. No recuerdo porque estoy aquí ni como llegué. Tengo los brazos
entrecruzados por encima de un chal con el que intento atesorar y entibiar el
aire fresco que me acaricia.
Me doy vuelta al escuchar pasos. Él se acerca como en cámara lenta por
el pasillo que a cada lado exhibe un
entorno que entremezcla prodigiosamente,
muebles postmodernos con centenarias piezas de colección.
Él es tal como su ambiente, fresco y añejo.
Fresca su sonrisa que me luce inocente, fresca su fragancia suave, cítrica y
varonil; añejo su estilo caballeroso y su saludo cortesano. Me extiende la mano y es entonces, que mis
sentidos vuelven en sí y deposito mi mano en la suya. Se me antoja cálida,
segura y protectora, mientras la colina empieza a temblar. Entonces su otro
brazo me rodea y su aliento penetra mi oído: “no te preocupes, que no te dejaré
caer”. Respiro y antes acostumbrarme a la idea,
despacio, lo empujo y me desprendo de su apoyo. “¿Por qué habría de
caer?” le pregunté. Él me mira por pocos segundos, contrariado y perplejo;
entonces hace una mueca de decepción y lanza el dardo envenenado que echa por
tierra toda la magia: “Te crees inalcanzable”. No respondí, pero pensé para mis
adentros: “lo que no soy es un trofeo, ni una pieza de museo”.
Gthompson/ Enero 2, 2013.
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