Hermosa,
a pesar de la agonía que se entrevé en su semblante, avanza delante de mí unos
metros en la fila de seguridad del aeropuerto. Ya su cara es el reflejo de muchas otras, por eso, a pesar de su discreción, desde el primer vislumbre supe que
era ella.
El cabello le entre cubre el rostro y se frota delicadamente las
manos, entrecruza las piernas y casi se encoge para no hacerse notar. Ansiosa
espera abordar el avión.
Ella entró a primera clase. Minutos después me toca abordar
y al subir, allí estaba ella, junto a una ventana, mirando hacia afuera con un leve temblor en
los labios, como quien anticipa una nueva y difícil confrontación. Debo avanzar, y al llegar a mi asiento, le doy forma a la
vorágine de pensamientos que convergen en mi mente: La violencia Doméstica no
distingue clases ni fronteras.
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