A
los diecisiete ya gozaba de buena reputación en lo que respecta a ser dedicada
en mis estudios, pero indudablemente en
esa adolescencia fluctuante, los sentimientos
ambivalentes, los complejos y
debilidades de autoestima gobiernan en
mucho la personalidad de una mujer.
En
ocasiones me invadía una insatisfacción de no ser quien quisiera ser, pero en
realidad era todo fruto de caer en la trampa de compararme con otras personas. Entre mis amigas del colegio, estaba la número
uno, más brillante que yo, estaba la número dos, más atractiva que yo; estaba
la número tres, que tenia mejores condiciones económicas y su casa era (a mi
ojos) más espléndida que la mía… Y habían otras compañeras de clase que no estaban en mi círculo de amigas, nos mantuvimos un poco distantes, talvez
porque sus conductas eran más liberales que la mía. Hablaban de novios, de
fiestas, chismes y hacían trampas en los exámenes. Esa no era mi forma de
actuar.
Me
acomplejaba mi cabello crespo, las manchas de quemaduras en mis piernas y las
cicatrices que alguna vez sufrí en un accidente… nunca me consideré popular, ni
en la escuela ni en la iglesia. Hasta los maestros parecían tratarme de otra
forma, la mayoría no me llamaba por mi nombre, sino por mi apellido.
Cuando
terminaba la secundaria me invadió un indescifrable miedo al futuro. Me
deprimía pensar que todo me costaría más esfuerzo que a los demás y me
preguntaba si de verdad habría algún espacio en dónde pudiera experimentar
realización. ¿Podría llegar a dar la talla para alguna cosa? Me auto compadecía como aquella chica de la canción de Janice Ian,
que se sentía patito feo y creía que conquistar el mundo y encontrar el amor era
solo para bellas reinas.
Pero
entonces conocí acerca de Jesús, y de su oferta de darle sentido, dirección y
significado a mi vida. Por la enseñanza
de Jesús, supe que era una trampa eso de
estar atenta a que no soy tan brillante, tan atractiva o tan acomodada como mis
amigas una, dos y tres… porque siempre habrá otros y otras con mejor apariencia
o mayores habilidades y eso de estarnos comparando nos causa descontento con
todos, incluyendo a Dios, pues implica que no estoy a gusto con quién soy y
cómo él me hizo.
Supe
que es legitimo tener aspiraciones, sueños y ambiciones, siempre y cuando no
estemos detrás de ellos para alimentar nuestro ego y
alguna insana sed de importancia.
Supe
del valor de la diversidad de personalidades, caracteres, dones y talentos, de
la riqueza de no competir con los demás, sino de complementarnos unos a otros.
Supe de las fortalezas y particularidades que me hacen una persona única y
valiosa, importante y necesaria para los demás.
Hoy,
cuando miro hacia atrás, me maravillo de cuánto (Y esto por el favor de Dios) he experimentado en la vida, y
me miro al espejo en la mañana, llena de ímpetu para seguir viviendo la
aventura interminable que Dios ha diseñado para mí. Y a la noche al llegar a casa, subo cantando las
escaleras, agotada, pero plenamente agradecida de vivir con este sentido de
libertad.