El semáforo cambia
a rojo y los conductores se detienen en la esquina. Enseguida, niños y niñas de
distintas edades y tamaños se abalanzan sobre los autos. Algunos se encaraman
con una esponja a limpiar el cristal, otros tocan la ventana con una mano
mientras extienden la otra para pedir.
Pero no solo sucede
en mi tierra. Estuve de visita en otro
país de Latinoamérica, y lo que debió
ser una relajante caminata nocturna se tornó en
indignación al escuchar niñas que, mendigando, me siguieron por más de dos cuadras, con una
súplica histriónica, casi ensayada a la
que no cedí.
Lo que más me
asusta es toda la estructura que suele haber detrás: primero, negligencia e
irresponsabilidad de los adultos con sus hijos.
Segundo, trata de personas. Estas criaturas son utilizadas para recaudar dinero que va a
manos de terceros. Los niños y las niñas
están expuestos a sufrir abuso físico, sexual y emocional. Privados de vivir
una niñez digna, son potenciales adictos a sustancias y la semilla de la
delincuencia se incuba desde temprano en muchos de ellos.
Uno ve todo este
cuadro y se pregunta ¿qué hacer? Lo primero es que individualmente debemos ser
firmes en la postura de que ninguna forma de abuso es aceptable ni
justificable. Las familias, las iglesias
y las autoridades deben realizar esfuerzos y cooperar para enfrentar y revertir este mal que está
socavando la sociedad.
Jesús, aunque de adulto sufrió todo tipo de violencia y maltrato, tuvo una
niñez muy sana y mostró un amor especial por los niños.
Publicado en Alimento para el alma, Ago. 01, 2013
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