En frente del Supermercado, en el WestGate Mall, Nairobi, Kenya. Sept. 2012 |
Escalofríos. Cierto grado
de ansiedad. Empatía y real preocupación. Con ese sentir he seguido durante
estos días la saga desatada en el Centro
Comercial WestGate en Nairobi, Kenia, donde, en cuestión de días, la tragedia
ha marcado vidas, familias, toda una nación.
Nunca le encontraré sentido,
ni explicación, ni justificación a la gran atrocidad de destruir vidas de gente
absolutamente ajena a los conflictos político-religiosos que desatan pasiones
enfermizas, trayendo dolor incalculable, pérdidas irreparables y traumas para
toda la vida.
Estoy conectada con esta situación,
pues hace apenas un año, pasé casi tres semanas en este próspero país africano,
amigable, riquísimo en cultura, en diversidad racial, hospitalario con los
millones de refugiados que en países vecinos son víctimas de la guerra, el
hambre , las sequias y toda otra suerte de calamidades.
Sí, estoy como atrapada
entre los pasillos y las tiendas del WestGate. Cuento y recuento las horas de
aquel día en que me paseé piso por piso y pasillo por pasillo, disfrutando de sus giftshops, probándome vestidos
en Woolworths y deslumbrada por la
magistral combinación de impecables tiendas internacionales con mercados de artesanía
Masai, así como los repentinos contrastes al ver a una mujer europea en shorts al lado de
una africana revestida de calurosos mantos negros de pies a cabeza. Duele pensar que hoy este magnífico lugar se ha reducido a un infierno, donde impera el terror y la muerte.
Mis oraciones están con
mis amigos de Kenia. Clamo que esta pesadilla termine. Mis plegarias están con un pueblo que necesitará reiniciar su búsqueda de
paz en un intricando laberinto.
Gthompson, 24-9-13