Es un “flashback” de esos
que me vienen de pronto como una ola. Estoy en mi pueblo caminando junto a mis
hermanas de Oeste a Este por esa calle principal que lleva del parque hacia
nuestro barrio. Obviamente, vamos rumbo
a casa, y al parecer, el transporte público está difícil; está cayendo la tarde
y nos resignamos a avanzar a pie, entretanto conservamos la esperanza de que
pase alguna guagua. Mi sobrinita,
pequeña e inquieta, parece ser mi mayor preocupación, sobre todo porque
ocasionalmente se suelta de la mano de su madre. Temo que se salga corriendo de
la acera.
De pronto pasamos frente a un residencial en
construcción y levanto la mirada admirando la altura de los condominios. “No
estaría mal vivir en este sector, desde ahí arriba debe verse el mar” y en mi
mente recreé el paradisiaco borde de la costa azul con espuma blanca y brisa
deliciosa. Seguía oscureciendo y un apagón reinaba en el área.
Mis hermanas no
parecían en ánimo de interactuar conmigo. No responden a mis comentarios ni
voltean a mirarme, pues voy justo detrás de ellas. Tienen su propio tema. Dicen
que llevamos todo lo que mami pidió, excepto la harina de trigo. Me ofrezco a
parar en algún colmado en el trayecto para conseguirla. Tampoco a eso me
responden. Pero ya estamos en la primera calle del barrio, así que me separo de
ellas y entro al Colmado Azul de la
calle segunda; hay gente pidiendo, a
quienes atienden; yo pido un par de libras de harina blanca, y el que despacha
parece ignorarme.
Entretanto, me distrae una pequeña especial; su carita me
revela que tiene síndrome de Down. Ella
insiste en llamar mi atención, halando mi falda y balbuceando palabras que no
entiendo… casi me desespera cuando se torna
histérica por mi presencia. Desisto
de esperar, desprendo la manito de la niña de mi falda y salgo; voy a otro colmado que está casi en frente… hay una pareja del otro lado del
mostrador, la luz dentro de la pequeña despensa es tenue, parece que no tienen
generador eléctrico.
Trato de hablar,
pero siento que no se han percatado de mi presencia. Casi grito, ¿Qué es lo que
pasa que no atienden a los clientes?, ¡Solo necesito un par de libras de
harina! Estoy disgustada y también salgo de ahí sin comprar nada, y al avanzar
un poco más, extraño a mis hermanas, deben haber llegado a casa… el panorama
cambia, ahora estoy rodeada de lodo y desolación.
En nuestra calle, a todo lo
largo veo a los vecinos paleando lodo que están sacando de las casas. No me
detengo hasta llegar frente a mi hogar y veo a mi madre, revestida de lodo de
pies a cabeza, cargando en lata aquel fango que lo afea todo, “¡Madre!”, le hablo, ¿Qué pasó? Ella está sumida en su
tarea, con el rostro demacrado por la perturbación. Todos me ignoran. Excepto
aquel joven vestido de traje que, con las manos en los bolsillos y recostado de
la pared frente a casa me llama con una seña, moviendo su cabeza como diciendo “venga
acá”.
Me le acerco y lo escucho decir: “Algo
pasó, como una gran inundación y todos están afanados por limpiar”. Entonces veo bien su cara: sus ojos no tienen color… creo
que ahora entiendo… creo que él debe ser, algo así como eso que llaman fantasmas. ¡Nada más me falta empezar a creer
en aparecidos!
Despierto de este sueño
con la perplejidad de preguntarme si no es absurdo sospechar que un ser etéreo
tenga consciencia y pueda deambular por la vida ante la indiferencia de quienes
formaban su mundo. Concluyo rascándome la cabeza, pues, considerando las circunstancias, al menos en el sueño, yo
también era un fantasma.
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