El narcotráfico y el consecuente auge de la drogadicción me tienen perpleja, pues han alcanzado niveles preocupantes en toda Latinoamérica, hasta el punto de poner en peligro la paz social con el incremento de la delincuencia y los crímenes. Este flagelo está destrozando a la juventud. Los esfuerzos que hasta ahora hacen algunas instituciones resultan insuficientes. Pero tengo por cierto que cuando Cristo entra en la vida de un adicto, quebrantando el poder de la droga, éste queda transformado en una nueva criatura, y la obra que cristo empieza en esa vida, si le acompañamos en el proceso, tiene como resultado una vida totalmente liberada, lista para entregarse productivamente a la sociedad.
El adicto tiene la desgracia de ser desahuciado por la sociedad y en muchos casos hasta por su propia familia. Lo que llega a mi corazón es la pregunta: ¿A quienes vino Cristo a buscar y a salvar sino a lo que se habían perdido? Creo que debemos volver nuestro rostro hacia aquellos de quienes Jesús tenía profunda compasión, y por quienes dio su vida.
El adicto es una persona que pasa la mayor parte de su tiempo bajo depresión cuando no está bajo el efecto de las sustancias. Es un individuo infeliz, inseguro y triste en lo más profundo de su ser, sufre muchos desprecios y está sediento de amor aunque parezca una persona violenta y peligrosa.
Parar acercarse a un adicto se debe hacer con confianza, seguridad y dotado de una sobredosis de amor y paciencia. El mensaje debe ser positivo, no irritante, ganando al adicto primero como amigo y haciéndole sentirse importante, porque lo es.
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