La estampa es cotidiana y frecuente entre las comunidades
de calles polvorientas y al parecer olvidadas de la gracia de Dios: Debajo de
un árbol 4 personas sentadas alrededor de una mesa, están enfrascadas en un
juego de cartas o de dominó. Muchas horas de cada día se gastan en esa actividad y me pregunto ¿De qué
viven?
Alrededor otros observan ávidos y comentando
las jugadas y las oportunidades de cada contendor. Una personita en particular
capta mi atención, una pequeñita descalza y prácticamente desnuda, (solo lleva ropa
interior) pero bueno, digamos que está vestida, pero de un lodo amarillento con el
que también su rostro está maquillado. Sus cabellitos despeinados parecen
rubios, pero creo que es el color del polvo.
Se chupa el dedo, le pregunto por su mami; saca el dedo de la boca y la
señala: está sentada jugando. Oh
sorpresa la mía al ver al lado de la mesa, tiradas al descuido en el suelo,
casi una docena de botellas verdes .
Aquella velada cotidiana va acompañada con litros y litros de “frías”,
todas las que se antojen y hasta que se acabe la jornada.
Y luego es esa la madre que se
levanta y exige con una llamada telefónica que le envíen la remesa tan rápido
como se pueda, para la leche, la comida y la ropa de la linda niña.
Y luego esa es la niña, entre
tantas y tantos otros, para la que mi
amiga de la fundación recauda fondos y
suda cocinando, para servirle un plato de almuerzo digno y revertir la severa desnutrición
que la condena a enfermarse, que la condena a reducir su coeficiente
intelectual y a ser otra potencial candidata al parasitismo que perpetua la
miseria de nuestros pueblos. Es una pena, que en este círculo vicioso hay
algunos que la pasan muy bien a costa del sacrificio de otros, y al precio
irresponsable de tronchar el bienestar de aquellos por quienes deberían velar. Es
una pena.
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