Era pequeña, no recuerdo qué tanto,
tal vez 8 o 9 añitos. Me entusiasmaba la historia de los padres de la patria y
de la independencia. Aquel febrero, marcharía por primera vez en el desfile de
aquel día memorable, desde el parque Salvador, donde están los bustos de los héroes
nacionales, y luego por la avenida independencia.
En el colegio habíamos ensayado por
semanas con el profesor de educación física, aquellos repliegues coreografiados
que darían vistosidad a nuestra marcha. Organizados por tamaños y por género, sincronizábamos
cada paso y cada giro al compás dictado por el instructor.
La mañana del desfile había llegado.
Nadie me lo había pedido o sugerido, pero mi corazón ingenuo pensó en llevar
flores ante el monumento de los Padres de la Patria. Obtuve el permiso de mi
madre para cortarlas de los rosales que adornaban el pequeño jardín de enfrente
de la casa. Con mi uniforme escolar, y
flores en mano, subí a barra de la
bicicleta en la que mi padre me conduciría hasta el punto de encuentro.
Llegué y enseguida intenté ubicarme
en la formación de las compañeritas que iban llegando; de pronto la profesora
que nos organizaba me miró con cara de desaprobación, y me dijo: “¿Qué pasó
contigo, que traes medias de otro color? Así no podrás marchar”. Me miré los pies,
y miré los pies de las demás; mis calcetines color “kaki” de siempre… las
chicas, con calcetines blancos… no tuve tiempo de pensar… La misma profesora me sacó de la fila,
reubicando a otra chica en mi posición.
Solo recuerdo que intenté hablarle inútilmente, pero ella siguió enfocada en su
tarea, y yo quedé mirando alrededor, aun con las rosas en las manos y la perplejidad
de que mi padre ya se había ido.
El trago amargo no me deja recordar cómo y cuando regresé a casa esa
mañana, ni dónde quedaron las flores que mi amor patrio me hizo cortar del jardín
de mamá.
Anotación: décadas después estoy
tramando completar este encuentro y presentar, en honor al mérito de mis héroes
patrios, las flores que les debo.
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