El
joven de 30 años camina con pisadas
firmes en dirección al rio. A medida que
se acerca escucha con mayor claridad al excéntrico predicador que está anunciando un reino distinto y predicando el
arrepentimiento.
Juan
el Bautista, dice no ser el mesías, sino uno que es la voz que clama en el desierto, allanándole el camino al verdadero. Vestido con piel de
camello, está dentro del agua a poca distancia de la orilla, la suficiente para
que los seguidores convencidos entren a las aguas y sean bautizados.
Entonces
lo ve: Se trata de Jesús quien viene hacia él con la intención de ser
bautizado. ¿Por qué? Se pregunta Juan, y nos preguntamos nosotros. Entiendo que
esa era su forma de cumplir toda justicia. Era su manera de comenzar a
identificarse con los pecadores y dar el ejemplo. Por eso, los creyentes, con el bautismo nos
identificamos con nuestro salvador en su muerte, sepultura y resurrección.
Cuando
Jesús es sumergido y levantado del agua, algo espectacular ocurre; el evangelio
dice que vio el cielo rasgarsey al Espíritu Santo descender sobre él como una
paloma. Lo más asombroso fue la voz del
Padre manifestando su gozo por la
obediencia del Hijo.
La
aprobación y validación de un padre satisfecho, creo que es la expectativa que
muchos hijos aspiran tener como vivencia. Usualmente se produce cuando el
vínculo de padre-hijo es doblemente virtuoso: Un hijo obediente con un padre
amoroso y dedicado.
Nosotros,
al llegar a ser hijos de Dios, tenemos la oportunidad de replicar esta dinámica en
nuestra relación con El.
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