Mi primer viaje en tren a Chicago prometía aventuras y
descubrimientos. Acompañados por amigos con dos niños pequeños y un cochecito,
abordamos un vagón casi vacío. Al otro lado del pasillo, un amigable señor
inició conversación y preguntaba y bromeaba con los pequeños. Aunque hubiera
preferido menos conversación y mirar y comentar en el trayecto, la cordialidad
del pasajero dictaba corresponder con algunos comentarios. Entre tanto, en cada parada, entraba más
gente al tranvía, que también conversaban y las voces se entremezclaron de modo
que nuestra charla ya no se destacara en el ambiente.
Al llegar a nuestro destino, nos despedimos
amigablemente del pasajero, que continuaría algunas millas más a bordo.
Por la tarde, tras un agotador día de turismo, nos
apresuramos para tomar el tren de regreso. El vagón estaba lleno, y después de
buscar asientos en vano, encontramos uno para la madre y los niños. El padre y
yo permanecimos de pie y consideramos esperar a una próxima parada para
encontrar asientos.
El padre de los
niños y yo permanecimos de pie, a lado del resto de la familia y comentábamos
si tal vez tuviéramos que esperar a ver si alguien baja en la siguiente
estación para lograr un asiento. Los niños, a pesar de que estaban cansados,
hablaban a su papá, señalaban cosas que veían por la ventana, reían y nos
hacían reír. Fue cuando, otro
pasajero sumamente enfurecido se levantó
y se acercó a nosotros y nos mandó hacer silencio, apuntando con el dedo a un
letrerito en las paredes del vagón: Quiet Car. Estábamos perplejos de lo que, en nuestra
ingenuidad e ignorancia estábamos experimentando. Por la prisa y la
imposibilidad de hallar asientos habíamos perturbado el área sagrada del
tren. Confundidos, abandonamos el vagón.
Luego supimos que, el pasajero furioso volvió a reclamar por las voces de los
niños en el Quiet car. El oficial boletero le respondió que esas reglas
no aplican para los niños y esto impulsó al ciudadano a abandonar el vagón, aun
mas airado.
Mis reflexiones, tiempo después: aprendí la
importancia de respetar el "Quiet Car". Es un espacio para el
silencio que todos pueden necesitar en cualquier momento. Sin embargo, como
aquel ciudadano airado, el ruido y la turbación pueden estar dentro de nosotros
y hacernos intolerantes a lo cotidiano, como la risa de los niños. Puede
hacernos intolerantes a lo inesperado, como la inexperiencia de viajeros
novatos. Reflexioné sobre la importancia de la tolerancia y la empatía que
tanto se promueve, y que no siempre somos capaces de practicar.
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