El ayuno puede entenderse desde diferentes perspectivas: tradiciones religiosas profundamente arraigadas y calendarizadas, prácticas dietéticas orientadas a mejorar la salud y el peso, e incluso huelgas de hambre motivadas por causas políticas, sociales o laborales. En el cristianismo, el ayuno es una expresión práctica de la fe que, con frecuencia, se complementa con la oración.
En la Biblia, encontramos ejemplos de ayunos
comunitarios, donde todo el pueblo participaba como parte de un acto de
arrepentimiento colectivo y búsqueda del favor de Dios. Sin embargo, Jesús lo
presentó como una práctica espiritual personal, dejando claro que no debe
realizarse con la intención de exhibir rectitud o piedad ante los demás. (Mateo 6:16-18).
El ayuno cristiano se caracteriza por evitar toda
presunción. Jesús enseñó que, al ayunar, no debemos lucir sombríos ni enfatizar
nuestra debilidad física. En cambio, indicó que debemos ungir nuestra cabeza y
lavarnos la cara, dando la impresión de normalidad. Esto asegura que el ayuno
sea visto únicamente por el Padre celestial, quien nos recompensará en público.
En nuestro contexto, el ayuno puede ir más allá de la
abstinencia de alimentos. Podría incluir renunciar temporalmente a la
televisión, las redes sociales o los gastos, comprometiéndonos con Dios en
actos que fortalezcan nuestra relación con Él. En esencia, el ayuno no es un
acto público, sino un momento privado para profundizar nuestra vida de oración
y comunión con Dios.
Imagen: Pixabay de uso libre.