Un sábado por la noche,
mi esposo y yo comentábamos si valía la pena ver la más reciente película de la
saga de Misión
Imposible. Decidimos que sí, solo por curiosidad de ver qué nuevas
habilidades mostraría el protagonista en las situaciones tan complicadas que
enfrenta. Para nuestra sorpresa, al día siguiente en la congregación, el pastor
mencionó precisamente esa idea: una misión imposible que requiere habilidades
extraordinarias. Pero a diferencia del cine, en el Reino de Dios no se
necesita gente con superpoderes. Jesús escoge personas comunes para encargos divinos, y
Él mismo las capacita.
Eso
es exactamente lo que vemos en Mateo capítulo 10. Jesús, después de observar a
las multitudes como ovejas sin pastor, no solo pidió que se orara por obreros
para la mies: actuó. Llamó a doce discípulos comunes y les dio una misión
extraordinaria.
Eran
hombres sin grandes credenciales, pero con un llamado claro. Jesús les dio
autoridad, los hizo sus representantes y los envió. ¿Por qué doce? Porque
simbolizaban las doce tribus de Israel, mostrando que Dios estaba restaurando y
extendiendo su pueblo.
La
misión no era sencilla: anunciar el Reino, sanar, limpiar, proclamar. Su
mensaje era urgente: “El Reino de los cielos se ha acercado”. ¿Por qué? Porque
Jesús estaba cerca. Su presencia entre ellos era la señal viva del Reino en
acción.
Además,
Jesús les dio instrucciones muy específicas: no llevar oro ni plata, no buscar
comodidades, ni elegir dónde hospedarse por conveniencia. La misión no era un
negocio, ni un viaje de placer. Era una encomienda sagrada, donde la provisión
vendría de Dios y la hospitalidad se recibiría con humildad.
Jesús
envía a sus seguidores confiando en que lo más importante no es lo que llevan,
sino a quién representan. Su presencia cercana da sentido y poder a la misión.
Y hoy, sigue llamando a personas dispuestas a confiar, obedecer y proclamar que
el Reino está cerca, porque el Rey mismo está entre nosotros.
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