En medio del dolor, la pérdida o la confusión, el lamento puede parecer una señal de debilidad o falta de fe. Sin embargo, los Salmos 42 y 43 nos muestran que el lamento es profundamente bíblico y necesario. Es un camino honesto hacia Dios, una oración que nace del sufrimiento pero no se queda allí: se transforma en confianza.
Jesús
mismo lamentó. En Getsemaní, su alma estaba "muy triste, hasta la
muerte", y no ocultó su angustia. En la cruz, citando el Salmo 22, clamó:
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. Estas expresiones no fueron
falta de fe, sino un acto de confianza profunda en medio del dolor. El autor de
Hebreos lo afirma: Jesús oró con clamor y lágrimas, y fue escuchado.
Todos
enfrentamos momentos en que la vida nos sobrepasa: enfermedades, pérdidas,
conflictos o luchas internas. El lamento nos permite llevar estas cargas ante
Dios, sin pretensiones ni máscaras. Nos invita a acercarnos con humildad y
sinceridad, a presentar nuestras preguntas, y a recordar quién es Él: nuestro
refugio y salvación.
Lamentar
no es rendirse, sino un paso valiente hacia la esperanza. En medio del
quebranto, elegimos volver a Dios, expresar nuestras quejas con reverencia,
presentar nuestras súplicas y renovar nuestra confianza. Porque aún en la
oscuridad, podemos decir como el salmista: “Espera en Dios; porque aún he de
alabarle, salvación mía y Dios mío” (Salmo 42:5).
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