Lo veo con frecuencia
en las redes sociales: la gente se desborda al emitir juicios y ataques
contundentes contra personas que, por lo general, ni siquiera conocen, todo en
reacción a información que se publica y genera 'opinión'. Muchas veces, esta es
una respuesta espontánea e instantánea, carente de los datos y el contexto
necesarios para entender el panorama completo. En el mundo hay más jueces que acusados.
Juzgar es el acto de
formar una opinión o criterio sobre algo o alguien a partir de la observación,
la evaluación o la comparación con ciertos estándares. Puede implicar discernir
y evaluar situaciones, conductas o ideas para determinar su valor o veracidad,
así como dictar sentencia en un contexto legal. También se refiere a emitir
juicios sobre las acciones o decisiones de otras personas, lo que puede llevar
a la crítica.
En la Biblia, Jesús
advierte contra el juicio hipócrita, instando a la autoevaluación antes de
corregir a otros, pero también enfatiza la importancia del discernimiento para
distinguir entre lo valioso y lo que no lo es.
La frase “No juzguéis, para que no seáis juzgados”
(Mateo 7:1) es probablemente el versículo más conocido de la Biblia. Pero también
es el más malinterpretado y mal aplicado. Jesús señala la tendencia, demasiado
común, de enfocarnos en los problemas de los demás (la paja en su ojo) mientras
ignoramos los nuestros propios (la viga en nuestro ojo) (7:3-4). Implica que
tal vez aquello por lo que señalamos a otro, pueda ser motivo para que nosotros
mismos eventualmente también seamos
llevados al banquillo de los acusados.
La subjetividad juega un papel fundamental en el acto
de juzgar a otros, ya que las percepciones individuales, experiencias previas,
valores y prejuicios influyen directamente en la manera en que evaluamos a los
demás. Cada juicio que emitimos está filtrado por nuestra perspectiva personal,
lo que significa que rara vez es completamente objetivo.
La regla es ineludible: primero lidia contigo mismo
ante Dios.