El libro de Eclesiastés comienza con una perspectiva sombría de la vida: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad” (Eclesiastés 1:2). La palabra "vanidad" en su significado original se refiere a algo efímero, como el viento o el aliento, algo que no perdura.
¿Qué podemos esperar de esta vida?
Eclesiastés
nos confronta con una dura realidad: no podemos cambiar el mundo. Ni la
naturaleza ni la condición humana están bajo nuestro control. Todo parece
seguir un ciclo interminable sin verdadero progreso. Además, la vida
decepciona. No hay nada realmente nuevo, no hay satisfacción duradera, y al
final, seremos olvidados.
¿Cómo soportar esta realidad?
Ante estas
verdades, podemos preguntarnos: “¿Qué está mal conmigo si aún vivo en un
mundo como el de Eclesiastés?” Pero el evangelio no ignora estos problemas
ni los borra; en cambio, nos dirige a la única respuesta duradera: Jesús.
La sensación
de vacío y transitoriedad de la vida nos impulsa a buscar algo eterno. Mientras
todo en este mundo es pasajero, Jesús está obrando en algo que permanece para
siempre. En Él encontramos significado, propósito y una esperanza que va más
allá de la vanidad de la vida.
Cuando
reconocemos que este mundo no puede satisfacer nuestra alma, estamos listos
para buscar al único que sí puede. Jesús llena el vacío de la vanidad con su
verdad eterna.
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