El Miedo y la inseguridad acompañan a millones de seres humanos en el mundo de hoy, individual y colectivamente, y con sobradas razones.
La pobreza causa una sensación de desamparo y de vulnerabilidad muy evidente. El auge de la delincuencia nos convierte en víctimas potenciales y nos crea una paranoia constante de ser vigilados y hasta perseguidos. Toda sombra, ruido o pasos a nuestras espaldas nos ponen alertas con los nervios en tensión.
Pero aun al abrigo de un techo, la inseguridad nos sigue. El miedo a la soledad, a no tener arraigo alguno para el futuro, la inquietud de llegar a perder lo que nos sirve de ancla, como el trabajo, la salud o los seres amados…
Y así vivimos contabilizando carencias, sobredimensionando incertidumbres hasta que el pesimismo y la depresión se instalan en nuestra mente, hundiéndonos más y más.
Bueno es detenerse en ese destructivo proceso antes de que no haya retorno y pongamos nuestra vista y pensamientos en los “activos” con que contamos. Seguro que hallaremos un buen número de factores que le darán sabor y significado a nuestra vida, cosas, personas y dones que nos enriquecen, y por encima de todo, la fe en un Dios fiel y amoroso, que no nos deja ni nos desampara. Asi hallaremos remedio a nuestras preocupaciones, porque el perfecto amor de Dios hecha fuera el temor.
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