Es el amanecer del primer día de la
semana. Aun está oscuro, pero la ansiedad de aquellas mujeres por cuidar que el
cuerpo de su fallecido maestro reciba el trato adecuado las impulsa a madrugar
con las especias que habían preparado para ungirlo. Vienen preguntándose quién
les va ayudar a remover la enorme piedra de la entrada. La lógica sería que los
guardianes de la tumba les colaboraran. El sepulcro está cerrado, sellado y vigilado ya que los enemigos de Jesús, sí se acordaban de
que él había anunciado que volvería de la muerte.
Llegan las mujeres, no ven a nadie,
la piedra está removida, la entrada está libre. Entran, y no hallan el cuerpo
de Jesús. Es un momento de perplejidad, desconcierto, y sorpresa.
Pero su confusión se disipa cuando
repentinamente aparecen dos ángeles y hacen la pregunta que hoy repetimos como el verso de un sublime
poema: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí pues ha
resucitado, como dijo”
Las dudas, temores, duelo y angustia
quedan atrás al recordar que ciertamente, el maestro lo había reiterado antes
de la cruz, que era necesario que fuera entregado en manos de hombres y
crucificado, pero que al tercer día, volvería de la muerte.
Entonces las mujeres que llegaron a
la tumba con angustia y tristeza, ahora regresan rebosantes de gozo y fe, a
compartir la gran noticia que para otros es ¡una locura!, ¡demasiado bueno,
para ser cierto! Quien vive en incredulidad, puede considerar la resurrección como
una fábula, una leyenda más. Pero otros
muchos tenemos en la resurrección de Cristo el fundamento de nuestra fe. La reconocemos
como un hecho histórico, sobrenatural e irrepetible. Su victoria sobre la
muerte garantiza la nuestra. ¡El vive por siempre! GThompson, 16-4-17
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