Abraham
es, entre los patriarcas de la antigüedad,
el padre de todos los creyentes. Su historia tan emblemática nos ayuda a
reflexionar en el valor que tienen la fe y la obediencia. Los creyentes de hoy podemos encontrar en él
un ejemplo de lo que es andar por fe. El
relato bíblico establece que Dios hizo un llamado a Abraham, cuando este aun se llamaba Abram y vivía una vida
al parecer muy estable y tranquila en su natal Ur de los Caldeos. (Génesis 12).
Una de las verdades a destacar aquí
es que Dios tenía sus medios para hablar al ser humano. En cada caso era una
experiencia individual y la persona estaba segura que era Dios quien le hablaba.
Abram recibe de Dios una promesa múltiple: Haría de él una gran nación, lo
bendeciría, engrandecería su nombre y
sería de bendición a otros.
Es
clave el hecho de Abram le creyó a Dios. Sin embargo, su obediencia inicial no
fue completa. Salió hacia Harán, no hacia Canaan, y se llevó a sus familiares,
cuando el llamado era dejar a sus parientes. Creo que esta actitud es común en nosotros
como creyentes, ya que hay áreas de
nuestra vida en las que no estamos tan dispuestos a ceder y seguir las
instrucciones del creador. Es esa tendencia nuestra a actuar conforme a nuestro
propio criterio y asumir los riesgos que implica. Esto usualmente causa que el propósito que
Dios tiene no se cumpla con mayor facilidad, pues le agregamos complicaciones y
accidentamos el proceso.
El
peregrinaje de Abram aprendiendo a obedecer le tomó los primeros 25 años de interacción
con Dios y a partir de ahí, con la promesa del nacimiento de su hijo, Dios
disipó sus dudas y temores, le cambió el nombre, y le explicó los planes que
tenía con él de forma más explícita. El propósito de Dios iba a trascender la
vida física de Abraham. A pesar de que él moriría sin ver hechas realidad una
parte de las promesas que recibió, su fe y obediencia son hoy nuestro legado, y
nos ayudan a entender que la influencia, beneficios y buen nombre que podamos
granjearnos en esta vida, pueden perpetuarse aun más allá de nuestra muerte. Vivir
con el sentido de eternidad nos ayudaría a ser más solidarios, y menos egoístas,
de modo que nuestras conductas de hoy determinen el futuro y esperanza de las
siguientes generaciones.
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