“No hablemos del pasado” frase usada y citada comúnmente, cuando de
superar historias difíciles o desagradables se trata.
“No hablemos del pasado”, decimos, cuando desenterrar memorias trae
consigo nostalgias agrias o agridulces.
“No hablemos del pasado”, porque algunas historias pueden
boicotear lo que se construye en el
presente y arruinar el futuro.
Errores que cometimos, desgracias que sufrimos, culpas dormidas en
nuestras conciencias. De todo aquello que nos lastima del ayer es de lo que
solo Dios puede librarnos.
Y ahí están los museos, los libros de historia, las memorias contadas
por los abuelos, los albums de fotografías añejas. Es para algunos un mundo de
recreo retroceder: Recordar es vivir, dicen.
Aunque no está explícitamente planteado en el texto bíblico de Eclesiastés,
en la lista de todo lo que tiene su tiempo y su hora en la vida, bien pudiera
incluirse: Tiempo de olvidar y tiempo de recordar. Pero en efecto sí dice: “Aquello
que fue, ya es; y lo que ha de ser, fue ya; y Dios restaura lo que pasó” [i]
Pablo dice: “Una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás y
extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo
llamamiento de Dios en Cristo Jesús”.[ii]
Pablo olvidaba un pasado que humanamente era envidiable, pero lo hacía porque
tenía delante un camino más excelente.
Todas las experiencias, positivas y negativas que gravitan en los
archivos invisibles de nuestra memoria, son parte inherente de quienes somos
hoy día. Si los recuerdos son dolorosos y dañinos, no hay que rumiarlos, pero
sí realizar algún ejercicio espiritual o emocional de “cierre” que nos permita
sanar. Por otro lado, las experiencias
positivas son dignas de refrescar como motivación e inspiración para agregar
más capítulos gratos a nuestra historia, pero sin caer en la trampa de querer
repetir o regresar a etapas que se consideran superadas.
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