“…La vida
del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee” Lucas 12: 15
El promedio
es el indicador estadístico que menos me simpatiza, porque digamos, si usted
tiene dos gallinas y yo no tengo ninguna, en promedio tenemos una gallina por
persona. Con datos así quedan
maquilladas muchas realidades que nos impiden ser conscientes de los
desequilibrios que se dan en la distribución de los recursos para subsistir en
este mundo. Los más pobres suelen
aspirar a cambiar de situación. Muchos
que disfrutan de holgura económica viven de espaldas a la realidad de los
demás.
Cuando su
experiencia personal es la de alguien que ha tenido recursos limitados, que ha
tenido que esforzarse, disciplinarse, trabajar duro y sufrir carencias, perder
sueño, padecer estrés, posponer sus propios antojos o renunciar a ellos con el
objetivo de superarse o mejorar su calidad de vida, le puede resultar difícil
entender el perfil de una cultura hedonista que florece en medio de tener
garantizados los elementos necesarios para la cotidianidad. Un escenario en el que la gente está tan
cómoda y satisfecha, que no aspira a nada, que no tiene metas, excepto pasarla
tan bien como se pueda. Se hace difícil
creer que ese mismo nivel de bienestar pueda llevar al individuo a sacrificar
relaciones significativas por dar
prioridad a cosas materiales.
Sea cual
sea nuestra condición económicamente hablando, nos conviene preguntarnos ¿Qué es lo que satisface al alma? Aunque sea
válido aspirar a tener un estilo de vida
plácido, ¿Es eso el todo de la vida?
Consideremos
invertir en la eternidad, viviendo vidas
productivas, caracterizadas por la generosidad y el desapego a lo material.
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