“Te haré entender y te enseñaré el camino en que debes andar” (Salmo 32 8), es una promesa de Dios en la escritura, que todo creyente debería considerar como la propuesta divina de brindarnos su guía y dirección para avanzar en la vida hacia una meta clara y definida. Son muchos los que en algún momento han procurado este entendimiento de la agenda de Dios para su existencia. ¿Pero realmente estamos dispuestos a dejarnos conducir por la senda trazada por el Padre de las luces?
Por alguna razón enraizada en los residuos de libre albedrío que permitían al hombre escoger entre el bien y el mal, (digo residuos porque de dicha libertad queda poca a causa de que el hombre en sentido general rindió su voluntad al desenfreno de sus pasiones, impulsos e instintos), preferimos insistir en imponer nuestra voluntad y tomar en cuenta la de Dios solo si coincide con la nuestra, independientemente de que nos consideremos sus hijos y servidores. Peor aun, queremos a veces reducir y acomodar la voluntad de Dios a la nuestra. Hay en el hombre un impulso hacia tener el control de sí mismo, el control de sus circunstancias y el control de los demás, que nos hace apoyarnos en nuestra propia prudencia.
El libro de Jonás nos presenta una historia, que muchos catalogan de metafórica, fabulosa y alegórica, porque, argumentan, ¿A quién se le puede ocurrir que un hombre de Dios reciba un llamado tan claro y específico de ir y anunciar Su Palabra a una nación y reaccione huyendo del Ser Supremo dirección contraria del destino al que fue enviado?
¿A quién se le puede ocurrir que marineros profesionales se vean tan desesperados en medio de una tormenta a mar abierto, que piensen que se trata de un dios enojado con su adepto, al que descubren por medio de echar suertes, en una acción evidentemente supersticiosa?
¿A quién se le puede ocurrir que el mar se aquietara tan pronto echaron a Jonás al agua? ¿A quién se le puede ocurrir que un gran pez, el cual muchos consideran se trata de una ballena, pudiera tragarse de un bocado al profeta y que éste conservara la vida durante tres días en la panza del animal?
Yo respondería estas preguntas con otras tantas: ¿Es que los seres humanos no somos capaces de entender el concepto de un admirable Dios todopoderoso para el cual no hay nada imposible? ¿Es que nuestra mente finita nos hace reducir el potencial divino a la escala del limitado potencial humano y al marco de lo “racionalmente” explicable? Si Dios es el creador de todo ¿Hay algún elemento del reino animal, o vegetal que no esté bajo su control?
Creo que eso, como a Jonás, es lo que nos hace perder el rumbo. Cuando reducimos el mundo de Dios a nuestra cultura, cuando reducimos los medios que Dios puede usar para actuar, e incluso cuando reducimos el carácter y el corazón de Dios a nuestro viciado favoritismo. ¿O no hacemos como Jonás al prejuiciarnos y evadir anunciar el evangelio a todo aquel que lo necesita?
La salvación de las personas es el objetivo último de cualquier ministerio, y parece que, como Jonás, Dios nos envía por un rumbo, pero escogemos obstinadamente otro. Desatamos tormentas con nuestras acciones carnales, y en vez de rescatar vidas, las ponemos en peligro. Nuestros ministerios e iglesias deberían medir sus resultados en términos de vidas transformadas para Dios. Jonás puso en peligro su propia vida y la de aquellos que afectó su rumbo equivocado. Es una pena que, llamados a construir hagamos lo opuesto, esparcir y dispersar y destruir.
Ojalá pudiéramos dejarnos guiar por Dios de buena manera y no como continúa advirtiendo el Salmo 32: “No seáis como el caballo o como el mulo, sin entendimiento, que han de ser sujetados con cabestro y con freno, porque si no, no se acercan a ti”. Todas las circunstancias que vivió Jonás, al final Dios las tornó para la salvación de los marineros, la salvación del propio Jonás y desde luego, de los habitantes de Nínive. ¿La diferencia? Que Jonás pudo haber completado su misión con el gozo y la satisfacción del deber cumplido y no con las quejas y mal humor con que tuvo que ver los resultados de la acción de un Dios que no está limitado ni por prejuicios raciales, ni por recursos y medios, ni por interpretaciones teológicas, sino que es un Dios que quiere que todos los hombres sean salvos y todos procedan al arrepentimiento. Hacer su deseo realidad nos mantendrá en el camino correcto y evitaremos muchos tropiezos.