Cuando
se trata de ubicar históricamente el inicio de la iglesia, hay que tomar como
punto de partida la resurrección y ascensión de Cristo al cielo y el descenso
del Espíritu Santo. El Dr. Lucas, médico y discípulo de Cristo, escritor del evangelio que lleva su nombre, es
también quien se ocupó de narrar el origen y propagación del evangelio en el
conocido libro de los “Hechos De los Apóstoles.”
Simón
Pedro predicó el primer sermón en el día
de Pentecostés, cuando miles de personas de distintas nacionalidades y que
hablaban diferentes idiomas se encontraban en Jerusalén; y con el favor del Espíritu Santo, muchos
fueron capaces de oír el evangelio en su propia lengua, y muchos
fueron alcanzados con el mensaje de fe. Los que creían tenían todas las cosas
en común y gozaban de unidad, armonía y solidaridad.
La iglesia apenas
comenzaba a tomar forma cuando se desató una persecución contra los discípulos de
Jesús, que los hizo dispersarse y emigrar a otras regiones y ciudades del
extenso imperio romano. Hasta ese momento a los creyentes se les conocía como “Los del camino”.
La
ciudad de Antioquía en esa época se constituía en una de las principales metrópolis
del imperio. Los creyentes que se asentaron allí empezaron a predicar y a ganar
a muchas personas y la iglesia estaba cobrando una relevancia muy
significativa, al grado que llegó a oído de la iglesia en Jerusalén que en
Antioquia crecía constantemente la familia de la fe.
Por esto deciden enviar a
un líder, Bernabé (hijo de consolación) para que pastoreara esta iglesia.
Bernabé pensó que no podría solo con tan gran compromiso y salió a Tarso, en
busca de Saulo, que a partir de entonces sería llamado Pablo, (el mismo que
antes persiguió a la iglesia y luego tuvo un encuentro especial con Jesús y se
convirtió al cristianismo).
Pablo se une
a Bernabé y trabajan juntos por un año
como pastores - maestros de la iglesia en Antioquía. Luego, reciben una llamado del Espíritu Santo, enviándoles
para una obra misionera. Pero es justo ahí, en Antioquía, en medio de una
dinámica congregación generosa, llena de dones espirituales y con mentalidad de
ministerio, que a los creyentes se les llamó “Cristianos”[1]
por primera vez.
Ser llamado cristiano
en ese entonces era signo de un compromiso y una convicción de fe que
diferenciaba al creyente del no creyente. Hoy sin embargo, es tema de reflexión
para todo el que profesa la fe, si portamos este adjetivo de seguidores cristo
con la dignidad que implica. Extender mis comentarios al respecto podría dar
curso a un complejo escenario de cuestionamientos sobre la relevancia de
autodenominarse o ser llamado cristiano en el siglo XXI.
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