“Todo tiene su tiempo. Tiempo de nacer y tiempo de Morir”, expresión del predicador de antaño, que vemos cumplirse cada día que pasamos en esta tierra. El tiempo de morir llegó a un hogar de una familia muy querida, cuando uno de sus miembros enfermó de gravedad y falleció días después. Anoche tuve la oportunidad de reflexionar junto a ellos sobre el relato de Lázaro que encontramos en el capítulo 11 del Evangelio de Juan.
Las simpatías y condolencias que podamos expresar ayudan mucho, pero no extinguen el intenso e indescriptible dolor que se vive cuando muere un ser amado. Lázaro, junto a sus hermanas Marta y María eran indiscutiblemente más que seguidores del Maestro Jesús. Se habían convertido en sus amigos personales. El hogar de esta familia recibía al Señor como huésped con cierta regularidad. Por eso al enfermar Lázaro, enseguida sus hermanas hicieron lo que yo también hubiera hecho: enviar un mensaje a Jesús. “Lázaro, a quien amas, está muy enfermo”. Tremenda la apelación de las hermanas, “a quien amas”, me deja dicho “de quien te preocupas, quien te importa, de quien puedes asegurar su bienestar… ¡contamos contigo Jesús!
Pero Jesús no responde a la emergencia, al contrario, se retrasa inexplicablemente. Y en eso muere el amado amigo. Lo velamos y Jesús aun no aparece; un montón de gente vino a cumplir, a dar el pésame y a consolar a las muchachas, llega la hora de sepultarlo y Jesús tampoco llega al entierro. ¿Qué amor es ese que en el momento más critico no se hace presente?
Cuatro días después Jesús finalmente se acerca. Marta ni lo deja llegar para llevar hasta él su legítimo lamento y queja: “Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Un rato después María diría lo mismo, y la escena se sobrecarga de emoción cuando las lágrimas brotan a raudal entre todos los presentes. Toda la sensibilidad de Jesús sale a flote al conmoverse intensamente, y se une al llanto de todos, tan evidente que los demás comprueban que verdaderamente él amaba a Lázaro. El cuestionamiento sigue ¿Por qué si lo amaba tanto, no hizo algo por él cuando había tiempo? ¿Si sanó a tantos otros, porque no a su amigo?
Y entonces... Jesús levanta la vista al cielo. Es lo que siempre debemos hacer cuando el dolor nos abruma… “Padre gracias por haberme oído. Sé que siempre me oyes, pero lo digo para que todos crean…” Entonces pide que remuevan la piedra que cierra la tumba y LA VOZ DE LA VIDA resuena… ¡Lázaro, ven fuera! Y todos atónitos ven que el muerto recobra la vida y vida a plenitud a la voz de Jesús.
Y es lo que hace Jesús todo el tiempo; oír su voz nos vitaliza, nos renueva, nos llena de plenitud. En él está la vida. El nos dio vida cuando estábamos muertos en delitos y pecados. Y aun después de desecha esta piel, la promesa y esperanza de la resurrección nos aguarda. Porque él vive, nosotros también viviremos.
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