Experimentar la fuerza de un huracán y ver lo que deja a su paso: Impresionante espectáculo: gruesos troncos mostrando gruesas raíces arrancadas de cuajo, por vientos huracanados.
Entendí que no se requería un viento tan fuerte para arrancar dichos árboles; todo estaba en la profundidad de sus raíces y hacía donde crecían las mismas. Fue cuando al acercarme, pude ver que las raíces, por más gruesas y robustas que parecieran, se impregnaron en la tierra de forma horizontal, como buscando expansión, y no vertical, como buscando profundidad.
Entonces fue que entendí cuantas veces, nos plantamos en terrenos y echamos las raíces de la misma forma.
Entonces fue que entendí que al echar las raíces de forma horizontal, afectamos a los demás, porque invadimos su propio terreno. Lucimos, muchas veces robustos y más fuertes que los demás, impresionamos por nuestro “tamaño” intelectual, social, espiritual, pero igual nuestras raíces siguen creciendo superficialmente en forma expansiva, más no profunda. Ganamos volumen, altura y espacio, más no así firmeza, y solidez.
Entonces... Pum! Llegó el huracán. Caímos al suelo derribados y ahí estamos, quedando expuestas nuestras raíces y evidenciando el curso de nuestro supuesto crecimiento y robustez. ¡Ah! porque este tipo de caída deja expuesto cada milímetro de raíz.
Lo que es peor: me pude dar cuenta que lo peligroso de esto no es la caída propia en si, sino el daño que origina a lo que está a nuestro alrededor.
Entonces recordé aquellos versos del Salmo 92:
Plantados en la casa de Jehová,
En los atrios de nuestro Dios florecerán.
Aun en la vejez fructificarán;
Estarán vigorosos y verdes.
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