Un cuento de navidad; por Rafael Danilo Grullòn.
Mi cuñada instaló un negocio de elaboración y distribución de comida, en una parte del patio de nuestra casa, en lo que era un garaje sin uso. Ella suplía almuerzos a empleados de algunas empresas del sector. Para evitar que esta actividad atrajera ratones, Gina, nombre de mi cuñada, se consiguió una gata que días después se dio cuenta que estaba preñada. Al cabo de un par de semanas la gata parió tres gatitos, dos de los cuales murieron momentos después de nacer.
El otro, un gatito blanco con manchas negras, y a quien le pusimos por nombre Rodrigo, no sólo logró sobrevivir, sino que se convirtió en un animalito vivaracho y juguetón que se atrevió a penetrar, cierto día, a la parte del patio destinada a los dos perros de la familia, un dálmata adulto y una perra negra peluda, y que tenían fama de “come-gatos”, es decir, tal como se suponía que debían ser los perros que se preciaban de ser perros, odiaban a los felinos intensamente. Sin embargo, Rodriguito entró “como Pedro por su casa”, a la zona reservada para los susodichos canes, lo que decretaría ipso facto su descuartizamiento sumario, de no haber sido porque le cayó bien a la perra, llamada Peggy, la que ¡Asómbrese! , adoptó al micifuz como su protegido, bajo las protestas de Papuchín, su marido dálmata. A la verdad que eso sólo se podría ver en alguna telenovela protagonizada por animales, si las hubiere, o en las famosas fábulas de Samaniego, Esopo, o Iriarte, que nos deleitaban en nuestra niñez y adolescencia. Esto, ciertamente ocurrió tal como lo estoy contando, palabra de honor. Finalmente, Papuchín no tuvo más remedio que aceptar al minino, aunque bajo protesta.
Rodriguito dormía plácidamente su siesta, abrazado con su “mami”, abrigadito en la pelambre de Peggy, bajo la mirada protestataria de Papuchín. Asi las cosas, cuando al micifuz, se le ocurrió un día darse un paseíto por nuestra casa, husmeando por todos los rincones, lo que provocó que doña Maggi lo echara con “cajas destempladas”. Sin embargo, el tenaz sujeto volvía y volvía haciéndose el desentendido con las protestas de la doña. El gatunito, resultó ser un hábil político (para vergüenza de los políticos dominicanos), pues al darse cuenta que no le convenía seguir contrariando a la doña, decidió conquistarla. Veamos cuál estrategia usó para sus fines: Una vez que lograra colarse en la casa, lo primero que haría sería sorprender a mi esposa sobándole las piernas y emitiendo el ronroneo típico de los gatos. La primera vez que quiso implementar este método, la doña, sorprendida por el imprevisto “gesto” del susodicho “gatúmedo”, pegó un grito y por poco resbala y se rompe la siquitrilla (NOTA: esta palabra no está en el diccionario). Tomó su escoba, y persiguió al travieso animal por toda la casa a puro escobazos. Rodriguito no se amilanó y pese a soportar estoicamente los escobazos de la doña, terminó agotándola. Doña Maggi capituló y no tuvo más remedio que hacer las paces con el porfiado animalito, con la condición de que no se le ocurriera “hacer de las suyas” dentro de la casa, con sus excreciones líquidas o sólidas. Y saben que pasó?… Adivinen!! … El gatuno se convirtió en el bebé consentido de mi esposa, sustituyendo el pelambre pulguiente de la perra por su regazo siempre acogedor.
A mí, que estoy narrando esta historia, el gato en cuestión, aprovechaba que estaba apoltronado viendo mi programa favorito (generalmente beisbol de grandes ligas), y cuando celebraba un bambinazo propinado por el “Big Papi” a cualquier lanzador Yankee, entonces se parqueaba en mi regazo como si yo fuera la doña. En fin, el fresco de Rodrigo nos puso de mojiganga a doña Maggi y a mí… y nos ganó la partida. No me quedó más remedio, que, al igual que mi esposa, tolerar y aun amar a la felina criatura, quien finalmente se convirtió en nuestro hijo gatuno.
...
Nueva vez un año languidecía para dar lugar al nacimiento de otro. Una brisita fresca, añorada y deseada por todos, comenzaba a acariciar nuestra piel arruinada por el infernal calor tropical de estas latitudes. Era la Navidad que anunciaba su arribo inminente. Como por arte de magia había sonrisas por doquiera, la gente se tornaba más comunicativa y alegre, y pese a los clásicos y odiosos anuncios que estimulaban una celebración caricaturezca y hedonista, había un sentido de la amistad y convivencia que nos envolvía para esta época. El Jesús nacido en Belén parecía imponer las reglas del juego, no obstante que aquellos que se regían por criterios diferentes al mensaje cristiano, le ganaban la partida a los valores primigenios de la Navidad. Los villancicos y cánticos tradicionales, aunque tímidamente, se hacían oír por lo menos en las iglesias, y a manera de excepción, en algunas emisoras y televisoras que, en un contexto sano y familiar, dedicaban algún espacio a esta significativa celebración.
Así, arrancó diciembre del 2004, con toda su parafernalia festiva, detrás de la cual pugnaban por hacerse sentir los elementos espirituales y emocionales de la Navidad. Sin embargo, un paganismo crudo y desafiante, de brazos del derroche consumista habitual, parecían ser los dueños y señores del escenario. No obstante esa odiosa realidad, los creyentes de toda la faz de la tierra trataban de reivindicar la hermosa y tierna historia del nacimiento de Jesús en Belén de Judea, al influjo reminiscente del coro de ángeles, que según las Escrituras Sagradas, anunciara a humildes pastores el advenimiento del Salvador del mundo.
A todo esto, el sin par Rodriguito, ya convertido en un gato adulto, observaba atento desde su “mirador” favorito, el techo de la vitrina, al que accesaba via escalera a la segunda planta. Es bueno señalar que el referido minino nos acompañaba a la doña y a mi con el protocolo de recibir en la puerta a los invitados. Teniamos otro gato, nuestro también querido Mauricio, negro como el azabache, y un tanto salvaje, que desde que veía venir extraños, ponía pies en polvorosa hasta el otro día. Rodriguito, sin embargo, estaba ahí, observando desde su mirador a los alegres comensales, bajando de vez en cuando para el “boroneo” de lugar, lo que hacía, eso si, con mucha elegancia gatuna.
El banquete cumbre, era el del 24 de diciembre, la llamada nochebuena, que en esta ocasión cayó en viernes. Consistía, en términos gastronómicos, de los mismos elementos anteriores, en adición a lo más importante a manera de plato fuerte, el infaltable moro de guandules, la ensalada multicolor, la pierna de cerdo lonjeada y los muslos y pechuga de pavo al horno. Como la cena de nochebuena se había constituído en una celebración familiar, los comensales de las jornadas anteriores disfrutarían de su particular cena en su propia casa, con la excepción de algún amigo sin parientes en la ciudad, o un familiar llegado de ultramar que se “dejaba caer” de manera “fortuíta” en nuestra mesa, a los que recibíamos con los brazos abiertos. El toca-CDs dejaba oir ininterrumpidamente las canciones instrumentales navideñas preferidas, lo que incluía una colección de canciones de Navidad que grabara el coro Arpa Evangélica por el año 1999, y la producción discográfica “Ven conmigo a Belén”, en la dilecta voz de Dayana del Castillo. Tomábamos tiempo para, Bíblia en mano, meditar sobre la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo. La ciudad lucía tranquila (aun con los clásicos fuegos artificiales) porque cada familia, se las arreglaba para pasarla disfrutando de la cena navideña, dentro de su propio contexto cultural y social. Las serenatas y los asaltos navideños, que 3 o 4 décadas antes eran comunes, en los últimos diez años se ausentaron del escenario en razón de la prevalencia de un ambiente delictivo que obligaba a un recogimiento en cada hogar, por razones de prudencia y seguridad.
Y amaneció el 25 de diciembre. Por costumbre, en casi todos los hogares conocidos, los fogones y estufas estaban en huelga. Las clásicas “tres calientes” provenían del reciclaje de las sobras de la noche anterior. Parte de nuestras sobras le correspondían a Papuchín y Peggy. Yo me encargaba de distribuirla con equidad entre nuestros “esforzados” canes, que sin ordenárselo, se mantenían en vigilia y alertas, mientras discurría la cena de nochebuena.
En el momento en que yo “boroneaba” a los canes, desde la puerta de rejas metálicas que separaba el patio del lavadero, Rodriguito hizo acto de presencia, se escurrió por la puerta y pasó entre las patas de Papuchín y Peggy con la familiaridad habitual. Como siempre, los perros sólo lo miraron y continuaron con la degustación de su desayuno navideño. Yo seguí con mi vista al gato en su caminar por el patio. Se dirigió al centro, donde una frondosa mata de mango cubría gran parte del paisaje. Poco antes de llegar al tronco, se detuvo y se volvió a mirarme. Era una mirada extraña, que yo mantuve por 5 o 6 segundos. Bajé de nuevo la vista para seguir la faena de echarle sobras a los perros. Al cabo de algunos segundos, levanté la cabeza para seguir visualmente la ruta de Rodrigo. Pero, Rodrigo no estaba donde lo dejé momentos antes. Miré a todos lados del patio, y nada de Rodrigo. Pensé que quizás se voló la verja, cosa que nunca intentaba hacer porque era muy alta (pensé).
Entré al patio y revisé visualmente las ramas, mientras lo llamaba… Ahí no estaba. Decidí tratar de olvidarme del asunto. Recordé que Rodrigo tenía una novia en la calle del barrio vecino, que moría precisamente en mi verja trasera (pensé).
Comenté con mi esposa sobre esta experiencia un tanto extraña. Ella, por supuesto, le restó importancia al asunto.
-El vendrá, no hay por qué preocuparse, no es la primera vez que se desaparece por asuntos románticos –concluyó ella.
-Ahora recuerdo –le dije que comenté contigo esta mañana que el gato amaneció melancólico y me seguía a todas partes. Estaba extraño, muy extraño.
Todas estas disquisiciones daban vuelta en mi cabeza, hasta tanto tuviéramos alguna evidencia concreta en relación a la desaparición de Rodrigo. Entretanto…
Avanzaba la tarde, y Rodrigo no aparecía, lo que aumentaba mi turbación, dado el caso de que era un gato manso que se dejaba tocar de todo el mundo. Organizamos una búsqueda por las casas del vecindario y el barrio aledaño al nuestro. Nos preocupaba que quizás un carro pudo haberlo arrollado y encontraríamos sus restos tirados en cualquier cuneta. O quizás los famosos “comegatos” del kilómetro ocho y medio, lo habrían atrapado para… cenárselo. Descarté ese desagradable pensamiento. De todos modos, Rodrigo había desaparecido, y podía estar muerto. Otro pensamiento que me asaltó fue que talvez algún niño lo vió deambulando y lo llamó y el vino, y al ver que era tan confiado y manso, lo tomó y…lo secuestró, en cuyo caso, de haber sido así, me consolaba que podría estar recibiendo y dando cariño en el seno de otra familia.
Pasaron los días y nuestras esperanzas del retorno de Rodriguito se desvanecieron. Para doña Maggi y para mi fue un episodio que nos entristeció por mucho tiempo. Nos resistíamos a olvidar a quien nos dio un cariño casi humano. Yo particularmente quise hacerme la idea de que, si había muerto y existía un paraíso para los gatos, nuestro Rodrigo iba a estar allí. Del modo descrito por la famosa película: “Todos los perros van al cielo”, esperaba también que existiera un cielo para los gatos, especialmente aquellos que han cumplido una misión de compartir con niños y ancianos, hermosos y divertidos momentos llenos de ternura y de apoyo mutuo.
Mi esposa, a pesar de que en su niñez, sus padres le permitieron tener algunas mascotas, me decía siempre que no quería animales en la casa, porque nos encariñamos con ellos –expresaba- y cuando mueren o se van, nos afecta casi con la misma intensidad que cuando se nos muere un familiar cercano. Rodrigo nos recordó lo que ya sabíamos, que no debemos privar a nuestros niños, en especial, del efecto emocional positivo, comprobado por demás, que entrañaba tener alguna mascota en la casa, preferiblemente perro o gato, cuyo manejo no representaba mayores dificultades. Como ejemplo, Rodrigo, mientras estuvo con nosotros en la tercera etapa de nuestras vidas, trajo consigo una especial “química” que nos hizo mucho bien, y que consideramos una de las tantas bendiciones que el Señor nos había concedido. Por eso, hoy por hoy, en nuestra casa-hogar, tenemos a Papuchín y Peggy y a nuestros felinos, Rodrigo II, Mauricio y al Rubio, sin contar otra gatita de una vecina, que decidió declararse “hija adoptiva” de don Gruger y doña Maggi.
Finalmente, toda la familia Gruger quiere expresar a los que lean este híbrido de cuento y reflexión, una muy Feliz Navidad / 2009, en donde el Jesús de Belén y la familia como tal, sean el centro de esta tradicional festividad.
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