“…me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos.” Isaías 61:1
Ella fue uno de esos seres humanos que uno no tiene forma de encasillar entre los patrones con que usualmente somos capaces de describir a la gente.
Nació muy humilde, tuvo una niñez muy difícil y bajo nivel escolar. Fruto de la separación de sus padres y en el nuevo matrimonio, en su rol de hijastra vino a ser una especie de cenicienta. Maltratada verbal y físicamente, lloraba de vez en cuando, pero su espíritu era tan fuerte que la mayor parte del tiempo sonreía y reía como cualquier otra niña.
Contra todo pronóstico, al crecer esta joven no llegó a ser nada de aquello que, en su propio hogar, verbalmente le decían cuando la insultaban. Empezó a trabajar, conoció a un joven de quien se enamoró y decidieron casarse. ¡Ella misma preparó su boda! Era increíble.
Pero, quizás, con los años el fruto de su sufrimiento saldría a flote de alguna forma: embarazada, fue diagnosticada con una enfermedad terminal. Trajo a la luz a su criatura y su corta vida se apagó simultáneamente. Su felicidad en la tierra fue breve, pero creo en la eternidad fue cuando realmente empezó a vivir.
En contraste, la escena de parientes desconsolados ante su ataúd evidenciaba una de dos cosas, no lo sé, Dios lo sabe: remordimientos, o arrepentimiento.
Cuando pienso en ella, mi corazón se quiebra, y usted dirá: ¿De qué sirve contar esta historia? Más que un desahogo me sirve para advertir que hay más cenicientas por ahí, y si somos parte de sus vidas, estamos a tiempo de hacerlas sentir menos miserables, o en el mejor de los casos, ayudarlas a que su historia tenga un final feliz.
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