Por Rafael D.Grullón (R. Gruger, el abuelìsimo)
En mi último viaje fuera del país, específicamente a los EUA, entré por el aeropuerto Kennedy, en New York, uno de los más grandes del mundo y presumiblemente el de mayor movimiento de pasajeros. Al pasar por Migración, presenté mis papeles conforme a los requisitos. Le tocó atenderme a un inspector joven con cara de pocos amigos, normal en este tipo de funcionarios. El personaje en cuestión, de manera “nada agradable”, me comunicó lo que entendí como rechazo a mi entrada al gran país del norte, en razón de que mi formulario estaba incompleto; le faltaba un detalle fundamental, la dirección adonde me dirigía. A la verdad que no me sabía de memoria la dirección de Kemaeli, mi hija mayor, lugar de mi destino, y no traía conmigo la libreta de direcciones. Cometí el error de dejarla en mi equipaje normal y no traerla en mi bulto de manos. Al no poder comunicarme en el idioma inglés, me vi de pronto metido en tremendo problema. El inspector, ásperamente, me mandó a un banco de espera en lo que seguía atendiendo a la interminable fila de viajeros, después de lo cual, se retiró, sin tener en cuenta que yo estaba “varado” esperando una decisión suya.
De repente me convertí en un ente invisible, ya que todos se olvidaron de mí. Era como si yo no existiera, mientras el tiempo pasaba raudo e indetenible, y mi conexión con el avión que me conduciría a Portland, Oregón, estaba pautada para dos horas después de mi llegada a N.York, tiempo que se agotaba. Estaba en peligro de perder mi vuelo de conexión, lo que no se materializó, por lo que entendí era la misericordia de Dios. Había un retraso de casi dos horas, pero yo no lo sabía, por cuya razón estaba más que angustiado y sin saber que hacer.
Decidí hacer uso del recurso por excelencia de los creyentes ante cualquier circunstancia, la oración. Clamé al Señor como si de Su respuesta dependiera mi vida. Le pedí que me enviara un ángel para que me asistiera. Al cabo de unos cinco minutos de clamor vi entre la multitud que hacía filas enfrente a las casillas de los inspectores de Migración, a un joven que venía en dirección contraria, es decir, de dentro hacia afuera. El joven, que parecía hispano, se dirigió directamente a mi, me preguntó, en español (¡Gloria al Señor!) que si me pasaba algo. Le dije, tú eres el ángel que pedí a Dios. El sonrió. Le expliqué mi situación. Me dijo que ciertamente “estaba en problemas”. Me pidió el teléfono de alguien en los Estados Unidos, conocido mío, a quien él pudiera llamar, cosa que, según me dijo, no podía hacer desde dentro de Migración. Increíble, todos los teléfonos de mis conocidos o familiares estaban en la libreta, es decir, en el equipaje que en este momento debía estar “retenido” en la aduana. Al ver “mi ángel”, que yo ni siquiera eso podía aportar a mi favor, me pidió un teléfono de mi familia en mi país. Le di el de mi casa. Salió a “ver que podía hacer” desde fuera de la terminal.
Pasó casi una hora, y ya al borde de perder toda esperanza, veo venir a “mi ángel” quien me informó que habló con mi esposa en República Dominicana, a quien le explicó mi situación. Doña Magaly le dio el teléfono de Kemaeli, en Rainier, Oregón. Mi ángel llamó y llamó, pero sin éxito, lo que se explica por el hecho de que mi gente andaba en ese momento haciendo múltiples diligencias en relación a las bodas de mi nieta Sarah, que fue lo que motivó mi viaje a los Estados Unidos. Finalmente “mi ángel” se las arregló y por internet localizó El pueblito de Rainier y creó una dirección en el contexto de dicha comunidad. Me condujo donde una inspectora, y le presentó mi caso. Ella chequeó todo y me selló el pasaporte y todo lo demás. Mi ángel me condujo a la aduana donde retiramos el único equipaje sin reclamar, el mío. Me llevó a “conections”, donde entregué mi equipaje. Respiré aliviado, pero faltaba llegar a mi puerto de embarque, para lo cual debía recorrer a “patitas” kilómetros de pasillos interiores. Me dijo mi “ángel”, si nos vamos por dentro usted no va a llegar a tiempo, sígame que lo llevaré bordeando por el exterior de la terminal. Caminamos bajo una pertinaz llovizna, por 15 o 20 minutos. Entramos de nuevo, y me dijo: ya usted puede ir sólo, mire aquella escalera, suba y estará en “seguridad”. Al pasar los chequeos y revisiones, tome el pasillo tal y siga hasta su puerto, cuyo número está indicado en su ticket y también puede chequearlo en las pizarras electrónicas que verá en su camino. Cuando iba a dirigirme a la escalera indicada por él, me acordé que ni siquiera su nombre sabía. Me volví a preguntarle su nombre y darle las gracias… la persona, o mejor dicho “el ángel” había desaparecido…en mis propias narices… Decidí no dudar de que fuera en realidad UN ÁNGEL ENVIADO POR DIOS, en repuesta a mi oración. Está demás decir que llegué a tiempo para abordar tranquilamente mi vuelo. En el aire meditaba y meditaba sobre esa maravillosa experiencia que me tocó vivir, y por supuesto, glorificaba a Dios por ello. Otra lección que aprendí, o más bien recordé, está dirigida a cada persona en toda la faz de la tierra que aspire a llegar a la eternidad con JESUCRISTO. El Señor se lo dijo categóricamente al joven rico de la parábola: “Sólo te falta una cosa”. Y esa cosa, amados lectores, es, deshacernos de todo lo que nos impida una relación real y personal con el Señor…y obedecer su recomendación, que es vital: SÍGUEME. Para poder entrar a los EUA, me faltaba una cosa. De no haber provisto el Señor “esa cosa”, es decir, una dirección fiable a donde iba, me hubiera sido imposible obtener mi permiso de entrada. Tan sencillo como eso.