Los muros de Jericó; la Gran Muralla China; el muro de Berlín; La Cortina de Hierro; emblemáticas barreras llenas de historia.
Y en nuestros entornos, cercas electrificadas con alto voltaje, verjas con punzantes espinas de acero, cerraduras y alarmas codificadas, guardianes armados, perros bravos…zonas restringidas, advertencias de “No traspase”. Todo empezó cuando el hombre dejó de confiar en los demás, cuando se sintió amenazado e inseguro.
Así hay vidas rodeadas de muros; corazones atrincherados detrás de barreras impenetrables, reacción natural de nuestro instinto de conservación. Almas que han sido heridas y temen volver a serlo. Personas que han sido abusadas y seres que no saben o no quieren luchar y optan por sobrevivir guarecidas tras los muros que han levantado.
Pero los muros protectores son muchas veces una trampa… no solo nos aíslan de las amenazas y el peligro. Muchas veces se constituyen en una prisión. Dejamos fuera muchas cosas buenas, y mucha gente que nos quieren bien, pero no pueden llegar a nosotros. Dejamos fuera las oportunidades de extender nuestro radio de interacción. Tal vez ya no hay peligro alrededor, pero aun así tememos abrir la puerta o al menos una ventana. Dejamos fuera la oportunidad de la sanidad y la reconciliación.
Quizá nos convenga poner en balanza qué ganamos y qué perdemos al levantar esas murallas. Puede que nos convenga derribar algunas. Pensémoslo.
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