Se me notan las ampollas causadas por las picaduras de mosquito.
Me acerqué a la ventanilla de aquella oficina pública para retirar mi documento. Con una amabilidad inusual y en muy breve tiempo, me entregaron un fólder o carpeta amarillo que, por la impaciencia de la persona en fila detrás de mí, no abrí enseguida. Me retiro de la ventanilla y voy avanzando hacia otra área, cuando, entre otros dos nombres, escucho el mío. Ignoré por breves segundos el llamado, pensando que sería un error, pero no lo era. Al volverme, prácticamente detrás de mì, un joven con apariencia ejecutiva, vestido con traje de chaqueta azul marino y camisa blanca; se me acercó con otro fólder.
“Hay un problemita, Georgina, usted tiene el documento de otra persona.” Entonces atiné a revisar lo que tenía en mis manos. Había dos tipos de documentos allí, un carnet, dentro de un sobre tipo tarjeta, etiquetado con un nombre masculino que no recuerdo, pero había también un certificado que sì tenía mi nombre. “permítame” dijo el sujeto, al que entonces observé mejor y vì que tenía una identificación de esa entidad. Sin pensarlo dos veces, le entregué el fólder y esperaba que fuera un intercambio. Pero, en lugar de eso, me pidió que le acompañara a otra área para explicarme algo.
Salimos a la acera, y avanzamos unos metros, justo al lado, donde entramos a un área de oficina. Allí el joven saludó a un par de mujeres, uniformadas también de azul, que parecían no tener mucho que hacer. “Ah, aquí le tenemos su documento”, dijo una de ellas. Me sentí aliviada, la joven que habló extendió la mano con un sobre pequeño blanco que tomè y verifiquè enseguida. Ciertamente, ahora tenía el documento, al menos, uno de ellos. El otro, seguía en el fólder que el primer empleado retenía, con una actitud un poco melodramática entre su antebrazo y su costado. Me desconcerté un poco y le dije a la muchacha, no a él, “pero falta el certificado”… ella me miró con cierta pena, y luego sus ojos apuntaron hacia a la otra muchacha que a su vez, se hizo de la vista gorda. “¿Pero porquè no me lo entregan?” Preguntè al percibir la silenciosa complicidad.
Entonces el amigo me pidió que saliéramos otra vez. En plena acera, se sentó en un borde de ladrillos que rodeaba una pequeña jardinera a la entrada de aquella oficina, miré alrededor, a pleno sol, pero no hay testigos de lo que voy a oír: “Oye, Georgina, yo soy un profesional, y le facilito las cosas a otros profesionales, aquí la cosa está muy difícil, el trabajo de seis los hacemos tres por el salario de dos…” No lo dejé continuar, ya había entendido. Intenté conmoverlo con mi realidad y le dije casi a nivel de súplica: “Hermano, tengo un año sin empleo, precisamente me urge ese certificado para mi resume, pero no tengo nada de dinero, de verdad que no tengo”.
Su rostro se endureció y añadió: “Consíguete algo, aunque sea mil pesos”. Me sentì tentada a abrir la cartera, y mostrarle mi monedero, pero cambié de estrategia, recurrí a la amenaza y con cierto grado de enojo repliqué: “Voy enseguida a denunciarlo con un supervisor”. Pero apenas llegué a hacer el gesto de que me retiraba, cuando él contraatacó: “Antes de que cruces esa puerta y halles un supervisor, tus documentos ya no aparecerán por ninguna parte”. Retrocedí angustiada al papel de niña buena y sonriendo le dije: “Manito, solo bromeaba”. El desconcierto me invadía, y no se me ocurría que más hacer… Y entonces el zumbido estrepitoso del mosquito me despertó. ¡Dios! ¿Es que ya ni durmiendo nos salvamos de la rapiña nauseabunda de los corruptos?
Dos decisiones: Una: tengo que anticipar qué haré si me pasa de esto de verdad (que no lo dudo), y Dos: esta noche, aunque agradezco que el mosquito me haya salvado de la situación y que prefiero sus picadas y no las de un vampiro chupa sangre en una oficina pública, esta noche dormiré bajo un mosquitero.
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